chile a 50 años del golpe
13 Sep 2023 Chile a cincuenta años del golpe de Estado. Nuevamente, socialismo o barbarie

Por Pierina Ferretti
Monstruos en el claroscuro
El interés que despierta en las izquierdas del mundo la conmemoración de los cincuenta años del golpe de Estado que derrocó al gobierno de la Unidad Popular, y el amplio reconocimiento de la figura de su líder, Salvador Allende, contrastan con el ambiente reaccionario que se respira en Chile y que está impidiendo que este aniversario sea un momento de reafirmación del compromiso con la democracia y la defensa de los derechos humanos por parte de las fuerzas políticas y de la sociedad en su conjunto. Tras el 11 de septiembre, la aspiración de alcanzar una condena transversal al golpe de Estado, parece imposible.
Este hito ocurre, además, en un momento sumamente difícil para las izquierdas del país sudamericano, que en el último año han sufrido sendas derrotas electorales y que están a la cabeza de un gobierno debilitado. En menos de cinco años, Chile ha transitado de la revuelta social más grande de su historia reciente, y que abrió la posibilidad de terminar con una de las más pesadas herencias de la dictadura como es la Constitución de 1980, a ver cómo una propuesta constitucional democrática y progresista, elaborada por una asamblea con mayoría de izquierda y movimientos sociales, fue abrumadoramente rechazada para constatar luego cómo el partido del líder ultraderechista José Antonio Kast se convierte en la principal fuerza política del país.
En este contexto, la conmemoración de los cincuenta años del golpe de Estado tiene un sabor amargo, a derrota, a retroceso. Estas semanas se ha visto en medios de comunicación de todo el país a representantes de la derecha justificando el golpe, culpando a la izquierda de la intervención militar, negando la existencia de violencia político-sexual en la dictadura, reivindicando abiertamente la figura de Pinochet y propagando mentiras acerca de la Unidad Popular y el presidente Allende. La izquierda, todavía golpeada por las derrotas recientes, no ha tenido la capacidad de colocar el relato de los derechos humanos y la defensa de la democracia en el primer plano del debate público. Paralelamente, diversos estudios de opinión alertan sobre el desinterés general de la población en torno a esta conmemoración y una valoración cada vez más débil de la democracia. No hay como sacar cuentas alegres.
Ahora bien, en un plano más general, el país sigue atrapado en una crisis política y social que está lejos de hallar solución. El agotamiento del modelo es a estas alturas evidente (desde el estancamiento económico a los niveles de desigualdad, pasando por la desafección política, son indicadores de aquello), sin embargo, no parece haber una salida. El fracaso del proceso constituyente liderado por las izquierdas y los movimientos sociales, ha dejado en evidencia que estos sectores no han logrado construir una alternativa que concite el apoyo mayoritario de la sociedad y, en particular, de los sectores populares. Mientras, el gobierno de Gabriel Boric no logra avanzar en su programa de reformas orientadas a fortalecer derechos sociales, producto del bloqueo que la derecha le impuso en el parlamento, los niveles de malestar social y encono con la política crecen y la ultraderecha, agitando un discurso agresivo y conservador, está capturando el descontento de amplias franjas populares.
Podría decirse que estamos en la situación que Antonio Gramsci, ante la emergencia del fascismo, describió con una poderosa imagen: “el viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Pareciera que estamos asistiendo a la emergencia de esos monstruos y los peligros que se ciernen sobre nuestras sociedades ya los podemos ver por adelantado en países cercanos, como dramáticas advertencias de lo que ocurre cuando la reacción conservadora logra llegar al poder.
La vía chilena al socialismo: democracia, pluralismo y libertad
La mañana del 11 de septiembre de 1973 no se derrocó solamente un gobierno. Ese día, hace cincuenta años, se interrumpió un proceso de construcción política y social del campo popular chileno que demoró casi un siglo. Al mismo tiempo, esa mañana se sepultó un experimento político tan arriesgado como original: la construcción de una sociedad socialista “en democracia, pluralismo y libertad” como solía insistir Salvador Allende en sus discursos. Desde un punto de vista histórico, la Unidad Popular fue el puno de llegada de un largo camino de las clases subalternas chilenas en la construcción de un proyecto de sociedad alternativo al de los grupos dominantes, al punto que se puede afirmar que fue el momento más alto de acumulación de fuerzas y de autonomía popular que se conozca en el país. Ese largo camino se remonta a mediados del siglo XIX, a las primeras organizaciones de artesanos, y recorre los dos primeros tercios del siglo XX dejando a una nutrida historia de luchas, huelgas, derrotas, represión estatal, resistencia, victorias parciales, divisiones internas e intentos de convergencia entre las izquierdas y el campo subalterno.
El proyecto de la Unidad Popular combinaba elementos propios del ideario de las izquierdas de Tercer Mundo: dejar atrás el subdesarrollo y la misera implicaba la superación del capitalismo dependiente, alcanzar una mayor soberanía sobre las áreas estratégicas de la economía, nacionalizar los recursos naturales y crear las bases económicas para la ampliación de libertades políticas y sociales. En esa línea, la nacionalización del cobre, aprobada por unanimidad en el Congreso en 1971 resulta la política más emblemática. En palabras del Allende, el principal mineral del país se nacionalizaba para que Chile por fin pudiera “romper su dependencia económica, para completar la esperanza y el anhelo de los que nos dieron la libertad política, para conquistar nuestra segunda independencia, la independencia económica de nuestra patria”.
Sin embargo, si bien la Unidad Popular formaba parte de esa izquierda latinoamericana que luchaba por una revolución socialista, antioligárquica y antiimperialista, la propuesta de transición al socialismo por una vía institucional, bajo los marcos de la legalidad y la democracia, chocaba con el imaginario revolucionario imperante en el continente, que, bajo el fuerte influjo de la experiencia cubana, tenía una inclinación a concebir la revolución como resultado de un proceso insurreccional. En ese sentido, la propuesta que se ensayó en Chile, que deslumbró al mundo por su originalidad y que preocupó a los Estados Unidos al punto de planificar su derrocamiento, desafió también al campo de las izquierdas, forzándolo a abrirse a la posibilidad de formas distintas de avanzar en la construcción del socialismo y de revisar su relación con la democracia y la libertad.
Salvador Allende era un convencido defensor de “la vía chilena al socialismo” y reiteradamente reivindicaba su vocación democrática y libertaria. “¿Cuál será nuestra vía, nuestro camino chileno de acción para triunfar sobre el subdesarrollo? -proclamaba en su discurso de toma de posesión del gobierno el 5 de noviembre de 1970- Nuestro camino será aquel construido a lo largo de nuestra experiencia, el consagrado por el pueblo en las elecciones, el señalado en el Programa de la Unidad Popular: el camino al socialismo en democracia, pluralismo y libertad”. El elemento que convirtió a Chile en un experimento revolucionario de estatura mundial, fue esa apuesta por construir el socialismo por una vía hasta entonces no recorrida: la lucha política en el seno de las instituciones de la “democracia burguesa”. Allende tenía plena conciencia del carácter único del camino emprendido. En su primer discurso ante el Congreso Pleno, el 21 de mayo de 1971, declaró: “Chile es hoy la primera nación de la Tierra llamada a conformar el segundo modelo de transición a la sociedad socialista”. Esa búsqueda de un camino propio, anclado en las condiciones históricas y singulares de la sociedad chilena, coloca a Allende y a la Unidad Popular en la historia de los esfuerzos del socialismo latinoamericano por crear alternativas que no copiaran moldes, sino que surgieran de la realidad específica del continente.
Ahora bien, es honesto reconocer que no existía una posición unánime respecto al valor de la democracia al interior de la Unidad Popular y así lo muestran numerosos documentos de la época y posteriores en los que se analizan los desacuerdos y debates al interior de las izquierdas respecto al lugar de la democracia en el proyecto socialista. Sin embargo, Allende tuvo una línea inequívoca al respecto. Representante de la tradición socialista chilena, que en sus orígenes tuvo una fuerte influencia del anarquismo y del liberalismo radical, Salvador Allende defendía ideales libertarios y democráticos como componentes constitutivos de su concepción del proceso revolucionario. En su mirada, sólo el socialismo podía realizar las incumplidas promesas de igualdad y libertad de la modernidad. Por ejemplo, en mayo de 1972, en su segundo mensaje al Congreso Pleno, reflexionaba en esta dirección: “El camino revolucionario que nos trazamos y hemos venido siguiendo imperturbablemente ha hecho más reales y auténticas las libertades, al proporcionar más medios materiales para ejercerlas a la inmensa mayoría de nuestros compatriotas; ha robustecido el régimen democrático, al poner en ejecución medidas que acabarán con la raíz de las desigualdades. Nadie que observe nuestra realidad objetivamente puede dudar que el desarrollo del régimen democrático y de libertades está necesariamente ligado a la evolución del proceso revolucionario”.
Allende valoraba los avances de la democracia liberal: las elecciones libres, las libertades individuales y colectivas, pero consideraba que el socialismo debía avanzar a un nivel más profundo, superando los márgenes liberales para construir una democracia socialista que incorporara todos los avances anteriores y creara nuevas formas de libertad de las que pudiera gozar el pueblo en su totalidad. En un discurso pronunciado ante el Congreso de Colombia en 1971, refiriéndose al desarrollo de su programa de gobierno, afirmaba: “Hemos asegurado la libertad de reunión, libertad de asociación, libertad de prensa, libertad de pensamiento y el respeto irrestricto a todas las creencias. Sobre esa base marchamos con la decisión de convertir la libertad abstracta en una libertad concreta que la sienta y la viva, que la comprenda y la defienda el pueblo. En democracia, pluralismo y libertad, caminamos con decisión a construir en Chile una nueva sociedad, la sociedad socialista”. El socialismo como el espacio en el que la libertad dejara de ser un privilegio de clase y se convirtiera p en una realidad para las clases populares.
Pero quizás lo más relevante del concepto de democracia que defendió Salvador Allende sea aquello de la participación cada vez mayor de las y los trabajadores en la dirección de la vida social. “Nuestro programa de Gobierno, refrendado por el pueblo, es muy explícito en que nuestra democracia será tanto más real cuanto más popular, tanto más fortalecedora de las libertades humanas, cuanto más dirigida por el pueblo mismo”, sostuvo en su discurso de toma de posesión. La democracia como poder popular, como poder de las mayorías trabajadoras para conducir los destinos de la vida colectiva.
El socialismo como proyecto libertario y democrático, como participación del pueblo en la dirección de la sociedad, como poder de decisión de las mayorías, es probablemente la herencia más preciada que la Unidad Popular nos ha legado. El golpe de Estado que hace cincuenta años quiso destruir esta alternativa, construyó una sociedad dominada por los principios opuestos, una sociedad en la que las mayorías populares están despojadas de poder y en la que la democracia se ha vaciado hasta perder todo sentido.
El neoliberalismo nace (¿y muere?) en Chile
¿Cuándo terminó el 11 de septiembre de 1973? ¿Cuándo terminó la dictadura? ¿Terminó? Si ponemos atención en cómo la transformación económica neoliberal impulsada por el régimen militar, y luego profundizada en democracia, ha llevado hasta niveles extremos la mercantilización de la vida social con la privatización de los antiguos derechos sociales (educación, salud, pensiones, vivienda) y la creación de nuevos nichos de acumulación privada con subsidios del Estado y en cómo se ha forzado a la población a resolver su vida en el mercado, con escasa o nula protección estatal, tendremos un índice de la prolongación de la dictadura en la democracia, sin contar las deudas en materia de justicia y reparación a las víctimas del terrorismo de Estado.
Sin embargo, y a pesar de su tenacidad, la legitimidad del neoliberalismo tambalea. En las últimas décadas hemos visto cómo el malestar se ha expresado en protestas y masivas movilizaciones ciudadanas. Las luchas contra la privatización del agua y su robo por parte de empresas agropecuarias; las peleas de comunidades contra la megaminería y la contaminación en las llamadas “zonas de sacrificio”; las luchas de los trabajadores precarizados del Estado y del sector privado; las masivas movilizaciones por el derecho a la educación y por un nuevo sistema de pensiones; la emergencia masiva de un feminismo con contenido antineoliberal y la sostenida resistencia del pueblo mapuche contra el carácter colonial del Estado, el despojo de sus comunidades y la militarización de sus territorios -que ha sido una constante durante toda la posdictadura-, son algunos de los hitos que muestran que en la sociedad chilena no solo se ha venido acumulando el malestar sino que al mismo tiempo se han conformado actores sociales capaces de cuestionar al modelo.
El ciclo más reciente de lucha social se inicia con la nueva ola feminista, continúa con la revuelta popular de 2019 y culmina con la Convención Constitucional y el rechazo de la propuesta antineoliberal. Es justo sostener que el movimiento feminista que emerge aproximadamente desde el año 2016 inauguró este periodo de intensa movilización social. Las manifestaciones contra la violencia machista, por el derecho al aborto o las multitudinarias huelgas en el Día Internacional de las Mujeres Trabajadoras, o las performance de protesta en el marco del estallido social de 2019, son hitos de esta emergencia, en que se combinan masividad, transversalidad y una capacidad de coordinación descentralizada pero efectiva que ha permitido al feminismo ser una fuerza de movilización social que supera la capacidad de cualquier organización tradicional, como sindicatos o partidos políticos. En Chile, puede decirse que el feminismo preparó el camino para la revuelta popular, propagó una disposición rebelde, y una voluntad de protesta y de desacato que contribuyó al despertar de franjas sociales más amplias que se expresaron luego en la revuelta popular de 2019, que ha sido el momento de mayor despliegue fuerzas populares de las últimas décadas.
Ese octubre destruyó la imagen de Chile como un paraíso neoliberal. El alza del pasaje del transporte público fue el detonante de una rebelión popular y espontánea protagonizada por una heterogeneidad de actores que van desde los sectores populares más golpeados por la exclusión y la desigualdad a sectores medios que experimentan la precarización de sus condiciones de vida. Este movimiento espontáneo, sin organizaciones ni líderes, logró abrir una posibilidad histórica: acabar con la Constitución de Pinochet. En un plebiscito en octubre de 2020, un año después del inicio de las protestas, el 80% de los electores se pronunció a favor de un cambio constitucional. Meses después, se eligió una Convención en la que la izquierda y los movimientos sociales fueron, por primera vez en la historia, una amplia mayoría y, tras un año de trabajo, se elaboró una propuesta de nueva Constitución que contenía sustantivos avances en materia de derechos sociales, construcción de un Estado Social, derechos sexuales y reproductivos, reconocimiento de los pueblos indígenas y cuidado del medioambiente. Parecía que la proclama “El neoliberalismo nace y muere en Chile”, que nació en las protestas callejeras y se estampó miles de veces en muros de todo el país, estaba cerca de hacerse realidad. Sin embargo, el 4 de septiembre de 2022, la propuesta de nueva Constitución elaborada por las izquierdas fue rechazada por una abrumadora mayoría del pueblo. Para las izquierdas fue un shock. Hay quienes sostienen que desde la derrota del 11 de septiembre de 1973 la izquierda no sufría un golpe tan fuerte.
Con el rechazo de la propuesta de constitución antineoliberal, se frustró la ilusión de acabar con el legado más porfiado de la dictadura. Por el momento, no parece que el neoliberalismo esté próximo a morir en Chile. Al contrario, la derecha extrema, rabiosa defensora del modelo, se ha convertido en la fuerza política más votada.
Nuevamente socialismo o barbarie
Se cumplen cincuenta años del triunfo de la barbarie y de la derrota de un esfuerzo democrático de transformación socialista que proponía un camino para salir de la miseria y el subdesarrollo y la amenaza de la barbarie vuelve a empañar el horizonte. Hoy que asistimos a la crisis del neoliberalismo ortodoxo impuesto por la dictadura, que somos testigos de su agotamiento, de su incapacidad de producir legitimidad social, de los niveles de malestar y frustración que engendra y de la violencia que desata, vemos también cómo cobra fuerza una respuesta autoritaria. Una “vía democrática a la barbarie” puede ser el curso de esta historia si las izquierdas no logran articular un proyecto de futuro que las mayorías sociales sientan como propio. En este empeño, la Unidad Popular es una fuente de inspiración imperecedera. La disputa está abierta y, como siempre que las crisis se agudizan, tal como advirtió hace más de cien años Rosa Luxemburgo, las salidas son dos: socialismo o barbarie.