«Quédate en casa» y el derecho a la vivienda

Tamara Contreras

 

“Quédate en casa” es la orden del momento, implementada por los gobiernos centrales y las autoridades sanitarias; no para eliminar el virus, sino para hacer más lenta su propagación. Aparentemente, para aplanar la curva de contagio y evitar el colapso de los servicios hospitalarios, a sabiendas que el setenta por ciento de la población estará afectada de forma progresiva.

No puede negarse la racionalidad de la orden “quédate en casa” desde un punto de vista sanitario, o de uso de los recursos disponibles. Pero nos parece una respuesta tecnocrática e insuficiente, porque se basa en supuestos que sólo se cumplen en el ámbito de urbanización consolidada, donde viven quiénes toman las decisiones: la élite dominante..

Las ciudades no son homogéneas, los lugares importan, los barrios son diferentes; las personas –mujeres, hombres y familias– son diferentes; muchas son pobres y pocas son ricas; muchas viven hacinadas; muchas andan sin trabajo estable; sólo por mencionar algunas diferencias y desigualdades que se expresan en el espacio de las ciudades.

La orden de “quédate en casa” –sálvate tú y tu familia– es una estrategia individual, apropiada para las personas bancarizadas, con tarjetas de crédito para compras por internet y acceso a servicios de delivery.

En Santiago de Chile, el virus llegó por los barrios ricos, por personas que regresaban de China, Italia, España o de cruceros de lujo. Ahora corre el contagio y se disemina por la ciudad y amenaza a “los que sobran”, a pobres, enfermos y personas mayores.

No todas las personas o familias habitan viviendas adecuadas. No todas las viviendas ofrecen condiciones dignas en cuanto a seguridad de tenencia, servicios básicos –agua, alcantarillado, electricidad y acceso a la comunicación–, asequibilidad financiera, materialidad y habitabilidad, accesibilidad social, localización y adecuación cultural. Gran parte del stock de vivienda en América latina –en el caso de Chile, una estimación del 40%– no cumple con los atributos del derecho humano a una vivienda adecuada.

Son pocas las personas que tienen estabilidad laboral que les permita realizar el teletrabajo desde su casa. La mayoría de la población activa realiza trabajos formales e informales en las calles y en distintas partes de la ciudad. Estas personas, si no salen de la casa, no comen. Por lo tanto, el concepto de “quédate en casa” lo viven desde la subsistencia en la calle.

No todas las personas gozan de la seguridad de tenencia indispensable para disponer de un lugar donde vivir en paz y dignidad. Pensemos en todas aquellas familias que sufren relaciones de arriendos precarios y sub-arriendos abusivos, sea entre los grupos de insolventes e inmigrantes que, por lo general, habitan lugares en condiciones de hacinamiento. Si no salen a trabajar, no podrán pagar la renta y vendrá la amenaza del desalojo.

La tendencia al alza generalizada de los gastos de servicios, sea la electricidad, el gas o el agua –en el caso de Chile en tiempos de la peor sequía de su historia– representa otra forma de presión sobre la economía doméstica de centenares de miles de familias, de sectores bajos y medios también. Imposible quedarse en casa sin los servicios básicos.

Los que sobran en su mayoría viven en viviendas precarias. No hay espacio para un confinamiento que sirva para propósitos sanitarios. Y qué decir de las dificultades de niños y niñas o de los jóvenes para estudiar a distancia. El Smartphone no resuelve el problema.

Estar confinados en espacios hacinados, sin poder trabajar, altera las relaciones familiares, afecta especialmente a las mujeres. En las dos semanas de operación de la medida de “quédate en casa”, las denuncias por violencia intrafamiliar aumentaron entre 50 y 70 por ciento.

La amenaza del paro y el encierro enloquece, deprime y estresa. Pero, andemos con cuidado, no se trata de un asunto coyuntural; es una crisis económica que ya está presente y que nos acompañará después de la pandemia, en la recesión, con el hambre ya en las puertas de muchas casas.

Si “quédate en casa” no es posible, ¿qué otras pistas?

Desde siempre, sabemos que “el pueblo ayuda al pueblo”. Consultamos a amigas, dirigentes sociales, para escuchar su vivencia en asentamientos populares donde, según ellas, entre 60 y 70 por ciento de la población no dispone de condiciones laborales, habitacionales y emocionales suficientes para acatar la orden del “quédate en casa”.

Surgen prácticas sociales que buscan, a su manera, mitigar el contagio y paliar los vacíos y las necesidades apremiantes de salvar vidas y de no pasar hambre. Son prácticas seculares de sobrevivencia. Es el rescate de la solidaridad de antaño, cuando las luchas por el suelo, la vivienda, los servicios básicos, el transporte público, la educación, la salud, o el deporte. Son pistas de cómo enfrentar esta pandemia y cómo reconstruir la dignidad.

Desde territorios y asentamientos urbanos, entre los cuales la orden de “quédate en casa” no es factible, surgen iniciativas de cuidados colectivos, de servicios entre vecinas.

Conscientes de la dificultad de explicar el fenómeno exógeno del virus a sus bases, las directivas reinventan las “ollas comunes” de los años 80 para responder a las demandas de sobrevivencia, por el confinamiento y por la pérdida de empleo.

Reaparece la preparación y distribución de “canastas básicas”, esta ayuda asistencial, inevitable si está el hambre. Sobre este tema, no podemos dejar de mencionar que las demandas de ayuda de comida volvieron a aparecer en Santiago desde hace más de un año, antes del virus este.

El abastecimiento, las compras y la distribución de los alimentos y medicamentos comienzan a organizarse por comunidad, por edificio, por pasaje, por esquina o por barrio. Son capacidades micro locales, con apoyo del gobierno local o de una empresa. Los gobiernos centrales no entienden de estas prácticas.

Las dirigentes, a sabiendas de los peligros del contagio, crean puestos de información y de lavado de manos en las entradas al asentamiento. Es la creatividad de intentar sanitizar el barrio, ya que la casa no cuenta con agua corriente ni alcantarillado.

En sedes comunitarias, se forman grupos de adolescentes para acompañar a los menores en sus tareas de educación a distancia, y teniendo a las madres trabajando fuera del barrio.

Aparecen banderas rojas para señalar casas contagiadas y se organiza la vecindad para aportar agua, comida y remedios a los enfermos.

Al final de la tarde, se redescubre la gracia de la conversación, de balcón a balcón, o de un lado a otro de una tapia o de una vereda, entre vecinas por un lado y vecinos en el suyo, para ayudarse a superar la angustia y la sensación de locura.

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