El 2 de diciembre pasado el seminario “Derechos humanos, ayer y hoy” de la Fundación Rosa Luxemburgo cerraba de la manera en que elegimos hacer día a día: homenajeando a referentes y grandes personas que dedican su vida a la construcción de un mundo más justo y a que esos derechos humanos no sean pisoteados. Además de Martín Almada, María Stella Cáceres, Nora Coriñas y Mirta Baravalle, el último en recibir su distinción fue el escritor Osvaldo Bayer. A Raúl Zibechi le tocó pronunciar unas palabras que relataban la vasta trayectoria de Bayer en materia de ponerle cuerpo y palabras a la denuncia contra las injusticias. Lea también: “Los derechos humanos se respetan o no se respetan, no hay término medio o matices” Seminario internacional discute legado de las dictaduras en América Latina Luego de la entrega del pequeño homenaje, Osvaldo tomó un cuaderno, y dedicó al auditorio unas letras que nos recordaron el significado de la utopía. El significado y la importancia de repensarnos niñas y niños y volver a jugar y a compartir como si nada más importante que eso estuviera en juego. Compartimos en estas líneas el texto completo, con algunas fotos de Osvaldo (Francisco Farina y Nadia Fink).
“Nos preguntamos qué quieren decir los que pronuncian la palabra utopía o, lo que es lo mismo, qué queremos decir nosotros cuando empleamos esa palabra que pareciera estar escondida en algún cofre en una isla desierta. Nos referimos a ella como si fuera una piedra preciosa encantada guardada con siete sellos, o como si se tratase de sueños de libros de infancia. Y no nos damos cuenta que utopía no significa otra cosa que lo que tendríamos que hacer para ser felices. Así de sencillo. Uno parece un maestro ciruela diciendo y creyendo en estas cosas, pero es que es así: es lo que deberíamos hacer pero además, es lo más fácil de realizar y conseguir.
Pongamos un ejemplo. Somos todos niños, queremos jugar en la arena. A nadie se le ocurriría permitir que uno de los niños se adjudicara el 80 por ciento del cajón de arena para él solo y que los demás jugáramos en un rincón, todos apretujados. Tampoco permitiríamos que ese niño que se adueñó así de gran parte del cajón de arena nos exigiera juguetes para poder jugar en «su» zona, que en realidad pertenece a todos. Ni tampoco permitiríamos que uno de nosotros se adjudicara el mando y nos diera órdenes para hacer lo que él dictaminara, con el prejuicio de hacerlo para mantener la igualdad y la disciplina.
La única verdad es que todo pertenece a todos pero además no pertenece a nadie. Desde la docencia se tendría que enseñar como primera materia la negación del sentido de la propiedad y del derecho del más fuerte, y además el diálogo, como fuente de comprensión. La docencia tendría que enseñarnos desde pequeños a despreciar a todo aquél que usufructúa más de lo que necesita para su vida y subsistencia. Vayamos a un ejemplo que está al alcance de todos: el transporte en las grandes ciudades. ¿Qué nos dice el análisis racional? Que el transporte individual, el auto, perjudica a todos, es el derecho del más fuerte, del que tiene más dinero. Lo equitativo y lo cuerdo sería que el transporte fuese colectivo y sano. Se ha comprendido que en este sentido, los mejores transportes son los subterráneos y los trenes.
El transporte automotor no sólo envenena la atmósfera en forma irreversible sino también es actor de accidentes que han costado una cantidad incalculable de víctimas, que se repiten día a día, en gran parte niños. Además se estimularía la sana costumbre de caminar o de trasladarse en bicicleta. Otros transportes mecánicos, sin gases residuales, podrían adaptarse para el transporte de gente de edad o incapacitados desde las estaciones a sus destinos. Pero la racionalidad se sacrifica en aras de la fatuidad, del lujo, de la comodidad de algunos y de la esperanza del resto. Es un sistema absolutamente criminal. Y la ley, si fuera justa tendría que castigar a quienes lo castigan y permiten.
El lobby de la industria automotriz paró durante décadas en nuestro país la construcción de subterráneos y promovió el levantamiento de las vías férreas, y los políticos corruptos lo aceptan todo. ¿Hay acaso algo más irracional que las calles de Buenos Aires taponadas, con sus bocinazos, su aire envenenado que perjudica principalmente a los más pequeños, la pérdida de tiempo para todos que esto significa, los nervios, el estrés? ¿Cómo es posible explicar racionalmente que viaje en autos lujosos y enormes sólo una persona por vehículo? La idiotez y el egoísmo se pasean en coche. Y todos callamos, en el mundo entero, porque tal vez quisiéramos llegar a ser, cada uno de nosotros, uno de esos imbéciles en carrocería de oro.
Nuestras sociedades enseñan a despreciar al pobre o a quienes tienen otro color de piel, en vez de despreciar al aprovechador y al explotador. Debería enseñar a despreciar a quien aprovecha la naturaleza de todos para sí mismo y admirar a quienes encuentran la felicidad en la humildad y la modestia, ésos que piensan siempre en utopías y así tal vez alcanzar la felicidad de la sociedad toda, en esta vida tan breve, y llena de dolor y de misterios. Ya desde la primera escuela se debería enseñar el pensamiento de los utopistas, los proyectos de las repúblicas ideales que elaboraron sus benditos cerebros y no hacernos glorificar conquistadores brutales y genocidas de pueblos que actuaron en nombre de la «civilización». Enseñar también la historia de las religiones para dejar al desnudo toda la mentira del miedo con aquello de Dios todopoderoso, o de hijos de vírgenes o de santísimas trinidades con don de ubicuidad que nos vigilan permanentemente, o aquellas teologías que humillan a las mujeres condenándolas a cubrir su cuerpo; o lo del pecado original, el infierno y la llama eterna que nos quemará vivos por los siglos de los siglos.
Así de sencillo es la utopía: sentarnos a discutir todo aquello que se nos impuso en nombre de la autoridad y la propiedad, que nos ha llevado a guerras, torturas, regímenes de esclavitud y a la absoluta obscenidad de las fortunas multimillonarias y su correlato de millones de hambrientos que mueren todos los años.
Hubiéramos podido hacer un resumen del ideario de todos los grandes pensadores de la utopía. Pero es una segunda parte. La utopía está en la calle de todos los días, hay que formarla desde los hechos simples, en los juegos, en la lealtad a la amistad, en el desprecio a lo superfluo que nos devora la vida y termina por esclavizarnos a nosotros y a los que más queremos. Producir violencia es atacar nuestra propia existencia, la de nuestra familia, la de nuestro derredor. Promover la vida simple, engrandecer la honestidad, el altruismo. Despreciar y hacer despreciable las internas del poder que, por desdicha, hasta se protagoniza en los pasillos de las altas casas de estudio, que tendrían que ser los templos de la utopía.
No voy a hablar ni de Thomas Moro, ni de Campanella, ni de Owen, Bacon o Proudhon. (A ellos hay que leerlos, gozar de ellos, imaginarse el mundo pensado por ellos.) Es mejor y ya es tiempo de ponernos a caminar. Aplicar lo simple de la razón. Terminar con aquello pérfido de que «la política es el arte de lo posible», sino que el único futuro está en la lucha por lo que se cree imposible, que es nada menos que poner de relieve la bondad del ser humano, que existe. Ponerse a caminar y aprender lo bueno de los revolucionarios y corregir sus equivocaciones. Eso es la utopía. Si logramos dar diez pasos de aproximación a ella, ya justificaremos nuestro viaje por la vida”.