“Los parlamentos aprueban a libro cerrado y entre aplausos ideas que hasta hace poco tildaban de engendro socialista”
Por Raul Zelik, WOZ
La semana antepasada, cuando los hospitales de Madrid ya estaban colapsando, cuando un suburbio de Barcelona había sido cercado por completo debido a la pandemia del coronavirus, cuando las imágenes de los hospitales de emergencia en la Lombardía daban la vuelta al mundo, el escritor y filósofo catalán David Fernández empezó su columna habitual en el periódico Ara con unas líneas extrañamente utópicas: “Han vuelto los delfines en Cerdeña. El agua de Venecia, como el aire, se limpia. El turistificado Mercat de la Boqueria se convierte, de nuevo, en un mercado de barrio. Abren hoteles en Paris para acoger vagabundos. Y han cerrado el Centro de Internamiento de Extranjeros de la Zona Franca. Y se han parado los desahucios. Y ya no es primavera en El Corte Inglés. Lo privado lucrativo se ha puesto –-por decreto-– al servicio de lo público universal”.
Con un inicio como este, podríamos haber pensado que lo que seguía era uno de esos artículos que buscan minimizar la situación. Pero inmediatamente, David Fernández advierte sobre la otra cara de la moneda: castigos y operativos policiales contra personas sin techo, ricos que huyen a sus casas de veraneo, el racismo a flor de piel en las redes sociales y las apuestas de los fondos buitre contra Estados sobreendeudados. Fernández no quiso minimizar la coyuntura, sino llamar la atención sobre su singularidad: cuando menos se esperaba, nos encontramos en una situación en la que los caminos están abiertos.
Por estos días se escribe mucho y como lectores nos restregamos los ojos, tenemos la sensación de que las y los autores en realidad no hacen más que repetir lo que siempre dicen. Giorgio Agamben vio entrar en acción el Estado biopolítico, que pretende poner a prueba en nosotros todos los instrumentos del estado de emergencia; Slavoj Zizek empezó hablando del virus para terminar en Hegel; el sociólogo alemán Heinz Bude proclamó el retorno del Estado nacional socialdemócrata; y algún que otro ecologista se refugió en la vieja —ahora particularmente reaccionaria— muletilla: “¿No seremos los humanos el verdadero virus sobre la tierra?”.
La pandemia como acelerador de la crisis
¿Pero no sería mucho más adecuado sorprenderse de todo lo que ha cambiado en unos pocos días? Parece que la pandemia está acelerando e intensificando la gran crisis ecológica y económica que se veía venir desde hace tiempo. Por un lado, de pronto se vuelven concretos los escenarios más distópicos. Millones de personas ven amenazada su existencia porque los sistemas sanitarios, arruinados por el ajuste y la desinversión, no pueden atenderlas; porque ya no pueden ganar dinero y porque sigue pareciendo impensable una redistribución de los obscenos patrimonios privados.
La globalización quedó abruptamente detenida, las cadenas de producción se interrumpieron y los mercados financieros se tambalean al borde del abismo. Y no queremos ni imaginar lo que hará una superpotencia militar como EE.UU. cuando la sociedad se le descontrole puertas adentro. En Francia, los militares patrullan las calles y Macron no puede decir dos palabras sin pronunciar la palabra “guerra”. En una España gobernada en realidad por la izquierda, el Jefe del Estado Mayor de la Defensa anuncia en conferencia de prensa con ministras y ministros que ahora la población solo se compone de soldados y que no hay más fines de semana (¡sic!).
Todo esto es real. Pero lo contrario también es cierto. En muchos sentidos, la respuesta a la pandemia también sugiere la posibilidad de un futuro mejor. Ya leímos en la mayoría de los periódicos que en todas las ciudades se están formando espontáneamente redes solidarias para atender a las y los vecinos. Una vez más se pone de manifiesto que, en momentos de crisis, el primer reflejo humano no es la guerra civil hobbesiana del todos contra todos sino la voluntad de ayudar. Pero hasta el lockdown estatal tiene algo de utópico.
Se imponen y aceptan las mayores restricciones a la vida social, todo en pos de proteger a los más débiles, puesto que el único propósito de la medida es garantizar la atención médica de quienes deban ser atendidos en las salas de cuidados intensivos debido a su edad y a enfermedades preexistentes. Justamente, “aplanar la curva” no supone el derecho del más fuerte sino solidaridad, porque, en el lenguaje del mercado, estos grupos de riesgo sólo serían un “factor de coste”, mientras los ricos podrían asegurarse un lugar en la clínica privada. No es poca cosa que la sociedad le dé la espalda al mercado y establezca —al menos por unos días— otro orden de prioridades.
No es la única señal de este tipo. Si bien las medidas de emergencia adoptadas por los gobiernos europeos están destinadas principalmente a salvar a las empresas y a los bancos (o a sus propietarios multimillonarios), de alguna manera contribuyen a reabrir el imaginario domesticado por el horizonte de ideas neoliberales. Los parlamentos están aprobando a libro cerrado, con el aplauso de los medios de comunicación, ideas que hasta hace poco tildaban de engendro socialista. Expertas y expertos del mercado de valores abogan por la estatización de empresas para evitar que sean adquiridas por el enemigo, es decir, el extranjero.
Resueltos ministros de finanzas derogan la doctrina de austeridad anclada en la Constitución. En la Comisión Europea, de repente, muchos consideran que los eurobonos, que se les negaban rotundamente a los “estados derrochadores” del Sur, son una opción posible después de todo. En EE.UU. se está distribuyendo “dinero de helicóptero”, lo cual alumbra la idea de un ingreso básico universal o incondicional.
En Francia, un decreto presidencial exime del pago de alquiler, electricidad y agua a las pequeñas empresas convalecientes, algo que resulta sorprendente, aunque más no sea porque se supone que la política no tiene injerencia en los contratos privados; y las grandes empresas y los piratas informáticos trabajan codo a codo en experimentos de reconversión industrial: los autopartistas deben pasar a fabricar equipamiento médico porque los respiradores no son suficientes. Al menos por un momento parece ser una opción real la planificación de una economía democrática y orientada a las necesidades, esa que está en el centro de todo proyecto socialista.
De pronto se alcanzan los objetivos climáticos
También muchas de las cosas que serían urgentes en materia de política climática, y que vienen siendo demandadas desde hace tiempo, de pronto se hacen realidad. Las flotas de aviones permanecen en tierra, los cruceros ya no tienen permitido zarpar, el sobreexcitado turismo de masas —que moviliza millones de personas para que beban cerveza en lugares donde, gracias a la industria turística, todo se ve igual que en casa— se estanca. Las imágenes satelitales muestran que la contaminación atmosférica ha disminuido drásticamente en pocos días, no sólo en China sino también en el norte de Italia. Y Alemania sin duda alcanzará los objetivos 2020 en materia de política climática: una reducción del 40 por ciento, en comparación con 1990, en las emisiones de gases de efecto invernadero.
Por supuesto que todo esto no es una buena noticia, la pandemia de COVID-19 está causando un sufrimiento terrible a millones de personas. En la unidades de cuidados intensivos de algunas partes del sur de Europa ya está sucediendo que las personas mayores de 65 años dejan de ser atendidas. Ancianas y ancianos mueren solos y abandonados. Y aunque la pandemia es global, distingue claramente entre naciones y clases: Alemania dispone para la población de cuatro veces más plazas en las unidades de cuidados intensivos que España, que en el plano internacional sigue estando en una situación incomparablemente mejor que los países del Sur global.
Quienes viven en una casona de algún barrio rico de las afueras de Hamburgo pueden trabajar remotamente desde el jardín y disfrutar de la desaceleración, mientras que los refugiados encerrados en contenedores habitacionales, o esa madre que educa a su hijo sola en un monoambiente lúgubre, probablemente estén ya al borde la de locura.
Nada está bien, y sin embargo deberíamos reconocer en qué momento estamos: por un momento, la globalización capitalista está detenida. Es como si alguien hubiera tirado abruptamente del freno de mano, e inevitablemente nos viene a la mente la sombría frase de Walter Benjamin: “Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la Historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia”.
Nadie dice que este momento de parálisis sea bonito o alegre. Pero al menos nos obliga a pensar en qué estamos haciendo realmente, y hay al menos tres cosas que podríamos reconocer: primero, que sí es posible detener la rueda de hámster en la que estamos atrapados. Lo que ahora corre peligro no es la atención de necesidades básicas —vivienda, electricidad, medicinas, alimentos y demás—, que al parecer sigue funcionando de manera relativamente estable, incluso cuando grandes partes de la economía se encuentran paralizadas.
Los que se tambalean al borde del abismo y amenazan con arrastrarnos con ellos son los fondos, los bancos y las corporaciones, cuya razón de ser es multiplicar incansablemente su valor. Queda a la vista que lo que comúnmente se conoce como “la economía” tiene muy poco que ver con las demandas y necesidades de las personas. Nos permitimos tener una economía que no se orienta a las bases de la vida sino a la creación de valor.
En segundo lugar, en paralelo al renacimiento del cierre de las fronteras y el nacionalismo, estamos experimentando la verdadera conexión entre nosotros los humanos. En pocas semanas, un virus que se reproduce de cuerpo en cuerpo se abrió camino a través de los cuerpos de todo el planeta. He aquí lo que realmente nos distancia de una trabajadora en una fábrica en Wuhan: la secuencia de ácido ribonucleico, contra la que su cuerpo luchaba solo tres semanas atrás, ha llegado hasta nosotros y ahora está a unos pocos abrazos y apretones de mano de distancia.
Y lo tercero me parece lo más importante: tomamos conciencia, abruptamente, de que al final siempre se trata de la vida y que todo orden social y económico permanece inserto en una “red de la vida”, como la llamó el economista ambientalista marxista Jason W. Moore. Cuidamos de esta red, que nunca controlaremos del todo, porque es la base de nuestra existencia. ¿Y si organizáramos nuestra sociedad de acuerdo con ella?
Preguntas decisivas
Hay innumerables razones para preocuparse. El cierre de las fronteras alimentará la competencia, la interrupción de las cadenas de valor transnacionales intensificará la formación de bloques regionales que pronto estarán luchando militarmente por las materias primas, y se avecina la mayor crisis económica de la historia. En nuestro vecindario vemos personas que están desarrollando psicosis. Vemos compras compulsivas, que podrían tener consecuencias terribles (una vez superado el fetichismo del papel higiénico).
Pero también existe lo contrario: trabajadoras y trabajadores de la salud que están dando todo de sí incluso a riesgo de infectarse y morir; personas que se ponen de acuerdo para hacer música desde sus balcones; políticas y políticos burgueses que descubren como prioridad defender servicios básicos públicos y gratuitos. Durante unos días, toda una sociedad parece haber descubierto el feminismo y la preocupación por las y los demás.
Si existe una luz de esperanza, esa tiene que ver con las preguntas que arroja la pandemia: si las infraestructuras públicas como el sistema de salud parecen constituir la base de nuestras vidas, ¿por qué no están en el centro de ninguna teoría económica? Si las enfermeras, los cajeros y los trabajadores del transporte son “relevantes para el sistema”, ¿por qué no se les paga en consecuencia? ¿Por qué pensamos que las sociedades de mercado son algo bueno si, ante la primera dificultad, el mercado produce compras panicosas y escasez de bienes?
¿Por qué las bolsas de valores, que volvieron a demostrar ser bombas de tiempo, no son clausuradas de una vez por todas o al menos reguladas radicalmente? ¿Por qué es normal que usemos miles de millones de euros del dinero de los contribuyentes para salvar grandes empresas pero es impensable que decidamos democráticamente qué, dónde y bajo qué condiciones producen esas empresas? ¿Y por qué, en una época en la que cada vez más crisis sólo pueden resolverse a escala global —y esto vale para el cambio climático como para las pandemias— no impulsamos con mucha más decisión la construcción de estructuras globales?
La crisis plantea cuestiones centrales y deja entrever cuáles son las soluciones necesarias. Una máquina que no está comprometida con la preservación de la vida sino con la multiplicación ilimitada del valor se ha paralizado, y sólo sobreviviremos mostrando solidaridad y cuidando de los demás.
La filósofa Marina Garcés, también de Barcelona, se negó por estos días en la televisión catalana a responder a las grandes preguntas. Pero cuando el presentador le preguntó si acaso no estábamos siendo conscientes de nuestra vulnerabilidad humana, ella respondió que la situación no era tanto un reflejo de la fragilidad humana como de la fragilidad del sistema. Empleadas y empleados precarios, padres y madres que educan en soledad, enfermos y ancianos, en realidad, siempre son conscientes de su vulnerabilidad, pero por lo general se trata de problemas individuales. Ahora la diferencia es que estamos siendo parte de esta experiencia de manera colectiva y simultánea.
La pandemia nos pone frente a una encrucijada. O nos decidimos por un proyecto enfocado en la vida y el cuidado entre nosotros, o por uno enfocado en la destrucción acelerada de nuestra sociedad.
Traducción: Carla Imbrogno