Es del todo importante señalar la forma en que las clases populares han incidido en este proceso, así como el rol fundamental que les cabe en la votación final. La densidad del acontecimiento convoca al primer plano a todas las facetas de un ciclo largo de luchas sociales y políticas en la crisis del Estado pinochetista; y para quienes tengan la honestidad de verlas, resaltan abigarradas en las clases populares las distintas organizaciones y movimientos en lucha desde hace décadas. Han sido la fuerza crítica que ha destrabado cada fase, desde 2011, también desde 2006, de esta larga conflictividad social contra el neoliberalismo.

Este domingo, también ellas se juegan su propia recomposición política, su posibilidad y sus condiciones. Y en el cuadro resultante también resaltan los límites de la alianza social que hoy llama a votar por el «Apruebo».

Lucha de clases

Dicha alianza social, como se ha profundizado en otros textos, viene luchando y avanzando electoralmente desde hace unas dos décadas, y está compuesta por los grupos más jóvenes de las clases populares y medias urbanas, con un protagonismo notorio del movimiento estudiantil y del movimiento feminista. El enemigo común que llevó a estos grupos a la «disposición a comportarse como clase» estuvo en que una serie de políticas neoliberales emprendidas desde la década de 1980 y agudizadas durante la primera década del siglo XXI, que fueron minando sostenidamente la capacidad de reproducción de las clases medias, especialmente de los grupos profesionales y el funcionariado estatal o paraestatal, y así también desacreditaban la promesa de movilidad social para las clases populares.

Luego, tras las elecciones de 2017, un sector de la alianza —principal pero no únicamente los nuevos partidos de izquierda y ligados a las clases medias— se convirtió en alternativa electoral y fue conquistando posiciones en el parlamento y los municipios. El otro sector de la alianza social, debilitado y anclado en las clases populares y ciertos partidos de izquierda menos exitosos, agudizó su crítica a la política formal así como al orden neoliberal. Esa fue la razón de que en la revuelta de 2019, aunque formalmente pregonaban más o menos las mismas ideas y perseguían similares objetivos, los partidos de izquierda y los movimientos sociales se mantuvieran distantes y no pudieran actuar bajo una estrategia unificada.

La dispar valoración del acuerdo parlamentario del 15 de noviembre de ese año —y que  consagró el proceso constitucional que vive ahora su momento definitivo— es muestra de esa distancia en una alianza desigual. Desde entonces y de diversas formas, los límites manifiestos de la alianza social no dejan de dificultar el éxito político de la inmensa diversidad articulada de luchas sociales que hoy se encuentran en la alternativa del «Apruebo».

Esos límites no son sino la imposible armonía entre los componentes de una alianza social que se vistió y asumió como una homogeneidad popular. Allí dentro estallan las diferencias entre los intereses directos de las clases populares y aquellos de las capas medias así como entre sus diversas composiciones políticas. En otro momento se planteó así: «por una parte, la necesidad de las viejas capas medias por asegurar un lugar en el Estado y en su dirección, […] un espíritu generacional de renovación de la vieja administración del orden, sin modificar las relaciones de producción de ese orden. Por otra parte, quienes vieron en la política la posibilidad de incidir en su propia crisis de vida, profesorado proletarizado y perseguido por igual, jóvenes titulados, frustrados y precarizados, estudiantes de universidades de mercado y endeudados en general. El 2011 fue fruto de la alianza de estas partes, lo que vino después [2017, 2019 – 2022] fue su jerarquización ante la política formal».

Una oportunidad perdida

Esos límites se expresan hoy en los problemas que podrían causar la derrota del bando del «Apruebo». La desigual alianza popular se muestra desgastada, y sus líderes en el Gobierno parecen dar cuenta que no pueden o no quieren resolver los problemas de las mayorías por la vía de abrir un conflicto reformista con las elites. Más allá de la ideología, más allá de las buenas razones, los valores y principios (todos parte de la forma que entienden la política en las clases medias: como disputa de ideas dentro y bajo el orden del Estado), para las clases populares la participación en la política, votando o en las barricadas, tiene razones concretas.

La lucha de clases es algo muy práctico, por más poesía que le quiera montar encima; y es más normal que las clases populares chilenas no confíen en la política y abandonen el voto que el proceso contrario. Ya sea por obligación o por opción, salvo en los breves períodos de 1958-1973 y de 1990-1999, en general y su mayoría, las clases populares se han mantenido indiferentes a los procesos institucionales y a sus definiciones electorales. Si esta vez han votado masivamente y por la izquierda en los últimos años es porque, a pesar de todo, el Frente Amplio y el Partido Comunista han sabido representar una alternativa concreta de mejoramiento de sus vidas. Eso sí: no sabemos si la de promover reformas o la evitar el mal mayor del pinochetismo.

Así, también ha sido desigual la campaña. Por una parte, las direcciones del Gobierno y de los partidos la asumió como una pelea ideológica, llena de consignas sobre el destino del país o abstractos republicanos. Poco sobre mejoras concretas en la vida, sobre poder y garantías. Así responde al tipo de escena que monta la derecha, hablando de amor o bandera, de unidad nacional o alguna otra cosa que poco importa en los urgidos barrios populares de las grandes ciudades. Esos barrios son estratégicos para el «Apruebo», pues son los que masivamente le han dado victoria a la izquierda en un agotador ciclo de siete elecciones en tres años, y que hoy la tienen en el gobierno de Chile.

Pero buena parte de la campaña los ha convocado ya no a subir el sueldo mínimo, a condonar las deudas universitarias o a trabajar menos horas (como fue la promesa de diciembre de 2021 cuando ganó Gabriel Boric la presidencia apoyado principalmente por las clases populares de las grandes ciudades), sino a cuestiones inmateriales. Poco se ha hecho por promover las garantías sociales, pues parece querer evitar una campaña que a la vez sea un conflicto.

Republicanismo mesocrático o clasismo intuitivo y popular parece ser el dilema irresuelto en campaña. Con el Gobierno y los partidos más inclinados a la primera opción, las cosas han ido cuesta arriba a la hora de asegurar el fundamental voto popular. Así, las consignas del apruebismo oficial parecen decir que nunca hubo un conflicto frontal y de clases y culturas, sino una mal entendida búsqueda de acuerdos. Nada más desmovilizador. Parece que no se asumieron en serio las tesis que siempre rondaron en los intelectuales de la nueva izquierda, como que el Estado era un campo en disputa y que alcanzar el Gobierno era solo un paso en esa lucha. Alcanzado el Gobierno y funcionando la convención, la izquierda de Apruebo Dignidad canceló la política del conflicto social y se dispuso en tono administrativo, es decir, burocrático.

Aunque ha habido importantes actos de masas a favor del Apruebo, especialmente en los barrios populares, la movilización son menores que en años anteriores, y con la derecha más envalentonada en las calles. Así, una posible desmovilización popular contrasta con la fuerte movilización del pinochetismo histórico, que sí ha planteado el plebiscito en clave de un conflicto del todo o nada contra la izquierda, las minorías y todo aquello que huela a pueblo. De esta forma, se ha perdido la posibilidad de hacer del plebiscito un punto de llegada de una lucha política que expresa la posibilidad de resolver conflictos históricos, gruesos y a la vez profundamente materiales: sobre el agua, la tierra, el trabajo y la convivencia entre chilenos e indígenas.

Administrar no es transformar

Pase lo que pase el 4 de septiembre, para las clases populares —en un ciclo en el que siempre primó el deseo de vencer en conflictos parciales por sobre el de alcanzar el gobierno estatal y desde administrar la crisis— se alcanzan los límites políticos de su composición. Sin partidos propios, con sus organizaciones sociales debilitadas o divididas y con buena parte de sus cuadros mejor formados destinados a labores de gobierno, no hubo forma de hacer de este plebiscito el hito final en la larga lucha contra el pinochetismo.

Sin un sentido de que algo real se disputa, difícil está para sus franjas organizadas volver a convocar masivamente a las bases de las clases populares, especialmente a la juventud. Salvo algunos sectores de la izquierda radical con presencia en la convención, especialmente las feministas, pocas fuerzas han planteado en tono dramático la profundidad de las consecuencias política de una victoria o una derrota. Lo que resulte va desde afianzar en la Constitución lo que se ha ganado hasta ahora en las luchas sociales o bien volver a quedar en manos de los partidos, de la vieja alianza entre clases medias y oligarquía que ha definido una y otra vez desde el siglo XIX, sin las mayorías populares y en acuerdos siempre afines a la explotación y el autoritarismo elitario, la forma de la sociedad y el Estado.

Puede que si gana el «Rechazo» de todas formas haya nueva Constitución, y que en ella se establezcan muchos de los derechos sociales que se proponen actualmente, pero lo que será sin duda derrotado es la política plebeya, la legitimidad de su violencia defensiva y no homicida como herramienta política, el protagonismo popular e indígena que ha tenido el proceso y que ha sido tan insoportable para la derecha, el empresariado y el criollismo de clases medias. Eso será, de nuevo y de no ganar el «Apruebo», expulsado moral y materialmente de la polis.

Es el límite de la desigual forma de acceder a la política que tienen las clases en el Chile actual. Si la derecha ha logrado penetrar en las clases populares promoviendo el «Rechazo», con mentiras y discursos abiertamente falaces o violentos y antisociales, es por la ausencia de una construcción material de la política de izquierdas entre las clases populares. No hay instituciones que medien la realidad, no hay medios de prensa ni articulaciones instituidas entre los partidos y las clases populares. Si su mentira gana es porque nadie estaba imponiendo la verdad. No se asume que la destrucción neoliberal de la sociedad civil en pos de poner en su lugar el mercado solo se puede superar con la construcción de una red social, una cultura, alternativa. Una sociabilidad alternativa y crítica.

La izquierda, dentro y fuera del Gobierno, ha sido poco más que una alternativa de administración estatal, que emerge para las elecciones o para exigir reformas haciendo como si el mercado salvaje que domina y da forma a lo social fuese la naturaleza. La izquierda no produce instituciones autónomas para combatir a las instituciones de la élite politizadas a favor del «Rechazo» como la gran prensa o espacios de autoeducación. Observa impotente cómo se producen esos espacios desde las clases populares —que van desde bares a redes de asociación y que en la pandemia resurgieron por un breve período— pero no acompañan su constitución en una nueva forma política popular, en un nuevo bloque histórico que es, a decir de Gramsci, cuando «las  fuerzas materiales son el contenido y las ideologías la forma […] porque las  fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin forma  y las ideologías serían caprichos individuales sin las fuerzas materiales».

La izquierda se relaciona con la nueva sociabilidad popular como proveedor de servicios, como administradora, dentro o fuera del Estado. Sin esa fuerza de una nueva vida social, sin ese movimiento de la vida cotidiana, no se vence.

Punto de inflexión

Porque si observamos la historia sin creer que debe ajustarse a ningún ideal republicano, lo que sabemos es que a la política van las clases populares no cuando son bien educadas, no cuando se han modernizado, no cuando se han politizado, sino cuando asumen que les sirve. Han aprendido a desconfiar de las promesas lisonjeras de la política formal que revisten intereses ajenos y a participar cuando les conviene. En los últimos años se han comprometido masivamente con el cambio de la Constitución y con la izquierda en las elecciones de todo tipo. Ha sido un camino en que se han fortalecido y se han recompuesto como actor político, como fuerza social y política.

De ahí que la derrota del «Apruebo» sería peor para las clases populares antes que para cualquier otro grupo social. Sería un golpe bajo la línea de flotación de una recomposición política mucho peor que para las clases medias, cuyos partidos no arriesgan perder total control del proceso constituyente. La movilización inédita de los últimos años en torno al cambio constitucional, y antes en las luchas sociales, se vería deslegitimada y en las palabras que el discurso restaurador del pacto de la Transición habría logrado instalar como narrativa. Mientras las clases medias siempre podrán resolver este impase en el parlamento, pues el Estado seguirá existiendo y su composición política está asegurada, las clases populares perderán buena parte de lo avanzado.

Una victoria, en cambio, sería un salto adelante: legitimaría el proceso político dirigido por las clases populares por un tiempo suficiente para superar los límites que ahora las paralizan. No solo abriría un nuevo ciclo histórico constitucional, más democrático e igualitario, sino que además refundaría la república y la democracia con el pueblo al medio. Para la izquierda sería un paso enorme. Daría un nuevo aire a las vanguardias de las clases populares para continuar su recomposición y superar las limitaciones históricas. Es posible mantener la alianza por un tiempo, porque el enemigo de las clases populares seguirá siendo la oligarquía y habrá obligación de defender la nueva Constitución, pero eso se podría hacer con fuerza propia.