Por Azul Cordo y Mauro Tomasini (1)
El perfil del golpe uruguayo
Si bien un golpe de Estado marca una ruptura institucional, en el caso de Uruguay el estado de excepción se vivía desde mucho antes del 27 de junio de 1973 cuando, el presidente de facto, Juan María Bordaberry, decretó la disolución del Parlamento. Con una economía estancada, en crisis, que rebajaba los salarios reales y movilizaba a gremios y sindicatos, desde 1968 regían «medidas prontas de seguridad» que habilitaban al Poder Ejecutivo a suspender garantías constitucionales ante casos de «conmoción interior», lo que derivó en detenciones masivas discrecionales de dirigentes sindicales, estudiantiles y militantes políticos.
Mientras los escuadrones de la muerte patrullaban las calles en coordinación con las Fuerzas Conjuntas, crecía el descreimiento en la clase política ante la llegada de representantes de las cámaras empresariales a ministerios y empresas estatales, de la mano de una crisis económica que quebraba el estado de bienestar de la Suiza de América, como se autodenominaba el país por el estado de bienestar y la consolidación democrática que mantenía desde finales del siglo XIX, bajo el modelo batllista, con niveles similares a ese país europeo.
Así, los militares llegaron al golpe de Estado constituidos como actores políticos con impronta propia. Así, se profundizó la participación de los militares en la toma de decisiones gubernamentales hasta el presente: alcanza con leer la reciente respuesta del Comando General del Ejército, a fines de mayo de este año, al negar la entrega de documentación «sobre lugares de enterramientos y destino de detenidos-desaparecidos», solicitada por el proyecto Cruzar mediante un pedido de acceso a la información pública, amparado por ley. La solicitud pretendía acceder a un documento elaborado por dos generales en 2005 para el Jefe del Ejército Nacional, que lo habría utilizado como parte del informe entregado al presidente Tabaré Vázquez para iniciar la búsqueda de detenidos desaparecidos, víctimas de enterramientos clandestinos, en predios militares.
Mientras que la dictadura en Chile tiene el mayor número de asesinados por habitante y Argentina el mayor número de desapariciones forzadas, la dictadura en Uruguay tuvo como principal dispositivo de represión las torturas y la prisión política masiva y prolongada. En un país que no supera desde hace décadas una población de tres millones de personas, solo en los primeros tres años de aplicación de las medidas prontas de seguridad (1968-1971), unas diez mil personas habían pasado por cárceles y cuarteles. A lo largo de 1972, cayó la dirigencia del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MLN-T), lo que representó la desarticulación de la organización en su capacidad operativa. A pesar de esto, el gobierno de Bordaberry profundizó su actitud golpista y, tras decretar la disolución del Parlamento y las juntas departamentales (gobiernos locales) le siguieron doce años de terrorismo de Estado, proscripciones a partidos políticos y sindicatos, censura a medios de prensa y clausura de instituciones culturales como el teatro El Galpón. Fueron suspendidas las libertades individuales y el derecho a reunión.
Además de encarcelar masivamente a militantes sindicales, sociales y político partidarios, la dictadura estableció una clasificación de la ciudadanía en A, B y C, según el grado de «peligrosidad». Quienes obtuvieron la categoría C fueron destituidos de cargos públicos (incluidos cargos docentes), lo que derivó en la dificultad para conseguir otros empleos, la persecución por parte de las fuerzas de seguridad y la estigmatización social. Asimismo, unas 380 mil personas debieron exiliarse y 197 fueron detenidos desaparecidos (mayoritariamente en Argentina, otras en Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay).
Desde la Junta de Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas justificaban su accionar represivo esgrimiendo motivos de defensa nacional como «liberar a la masa de trabajadores del sentimiento de rebaño y sumisión que han pretendido inculcarle falsos dirigentes que responden a ideologías e intereses antinacionales» (Comunicado No. 8, 1 de julio de 1973).
La resistencia fue firme y explícita durante los primeros quince días después del golpe, con una huelga general histórica, donde trabajadoras/es y estudiantes ocuparon fábricas y facultades. En los años que siguieron, la resistencia se organizó y se sostuvo con militancia clandestina, con cacerolazos de vecinas en cooperativas de viviendas, con la participación masiva en el plebiscito de 1980 para decir que «No» a la modificación de la Constitución que pretendía perpetuar el gobierno militar.
En cuanto al proyecto económico, el historiador Jaime Yaffé recupera varios análisis realizados desde la recuperación democrática y recuerda, que si bien algunos economistas han señalado que la dictadura tuvo entre sus propósitos fundamentales imponer una estrategia neoliberal que preparó el terreno para la «reforma estructural pro-mercado» durante los años 90, otros sugieren que «difícilmente pueda identificarse un único modelo económico válido para todo el período dictatorial», ocurriendo «la sucesión alternativa de dos modelos, que se habrían plasmado en las distintas estrategias de crecimiento reconocibles antes y después de 1978».
Si bien, a nivel macroeconómico se registra un crecimiento en nueve de los doce años de régimen dictatorial, Yaffé subraya que en la dictadura «se produjo una reconfiguración de la estructura económica nacional en detrimento del sector agrícola, a favor de las actividades industriales y financieras», el porcentaje de desempleo subió hasta alcanzar el 14% de la población en 1984. A esto se sumó el aumento generalizado y sostenido de precios de alimentos y vestimenta durante todo el período dictatorial, con una inflación del 78% desde 1973, y el salario real reducido a la mitad con respecto al año del golpe.
Durante el primer gobierno democrático de Julio María Sanguinetti (1985-1990) se instauró un discurso legitimador del terrorismo de Estado, fundamentado en la imposibilidad de juzgar a militares y civiles que actuaron en la dictadura, bajo el argumento de que la democracia estaba en estado de precariedad. La narración oficial sobre el pasado reciente se organizó en dos ejes: la “teoría de los dos demonios”, discurso que equiparaba las culpas de guerrilleros y militares, la clase política recuperaba legitimidad y libraba al Estado de cualquier error u horror que se hubiera cometido en su nombre: y la implementación de una política del olvido sobre el pasado, sugiriendo «dar vuelta la página» de esa historia.
En los años 90, las voces que se levantaron ante el olvido y el silencio, que sostuvieron las consignas de «verdad, memoria, justicia y nunca más», fueron las organizaciones de derechos humanos, los sindicatos y gremios estudiantiles, y las organizaciones políticas de corte progresista, y de la izquierda radical. Asimismo, los testimonios de las víctimas fueron y son una herramienta principal para construir una memoria democrática sobre el pasado reciente.
La vuelta de la derecha
Después de quince años de gobiernos progresistas (2005-2020) a cargo del Frente Amplio, el Partido Nacional ganó las elecciones nacionales y volvió a ocupar la Presidencia de la República en el año 2020. Logró este triunfo de la mano de una coalición de centroderecha denominada «Coalición Multicolor» conformada por los nacionalistas junto al Partido Colorado, el Partido Independiente, el partido militar Cabildo Abierto y el Partido de la Gente.
La orientación política y económica de esta coalición tiene una trayectoria iniciada en los años noventa, afianzada a medida que el Frente Amplio se fue consolidando en la acumulación de su caudal electoral a nivel nacional. Desde principio del siglo XXI, Uruguay está dividido en mitades: por un lado, los sectores de centroizquierda y por otro, los de centroderecha. La lógica de un sistema de partidos se sostuvo a lo largo del siglo XX y comienzos del XXI porque todo sector pensado por afuera de esta lógica era escindido, tendía a desaparecer, o tuvo poca incidencia en los escenarios políticos.
El actual gobierno de derecha representaba interrogantes sobre cuánto respetaría los avances en materia de derechos humanos que se dieron en los gobiernos frenteamplistas, con pilares como la despenalización del aborto, la regulación estatal del mercado de marihuana y el matrimonio igualitario, y qué postura tendría respecto de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura.
Esto último se profundiza con el crecimiento de Cabildo Abierto, partido creado en 2019, luego de que el ex Jefe del Ejército, Guido Manini Ríos, fuera destituido por hacer críticas al Poder Judicial ante el desarrollo de juicios contra militares por delitos de lesa humanidad.
Manini encabeza este partido que reúne a los sectores de extrema derecha de los partidos tradicionales, que tiene entre sus integrantes a militares (en función o retirados) y a funcionarios como el abogado Guillermo Domenech (hoy senador) que en dictadura elaboraba sumarios administrativos para destituir a docentes. Cabildo Abierto obtuvo el 11% de los votos del electorado, lo que le otorgó tres senadores y once diputados, además de presencia en el Ministerio de Vivienda y de Salud.
Este nuevo partido, con rasgos del anticomunismo clásico y enfoque antiderechos, atrae algunas dinámicas que se dan a nivel regional e internacional. Como escribe el historiador y periodista argentino Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? (Ed. Siglo XXI, 2021): «Las nuevas derechas expresan inconformismos, insatisfacciones y enojos de parte de la sociedad. Algunos de ellos son frente a avances progresistas que debilitaron jerarquías sociales, de género o sexuales. Pero también hay una reacción a un centrismo que hizo que en muchos países no haya grandes diferencias entre centroderecha y centroizquierda, y a la falta de alternativas y de imágenes positivas del futuro».
Un eje discursivo atraviesa a los integrantes de Cabildo Abierto: restablecer. Para ellos, revisar el pasado significa conocer «Toda la Verdad» y esto implicaría incluir en la voz y el reconocimiento de los militares y de las que denominan «víctimas de la “subversión”». Volver a traer la voz de los que –supuestamente– faltan, con el fin de igualar violencias del Estado con las de las organizaciones políticas, es volver a poner en cuestión la naturaleza del golpe. Incorporar la lógica de la guerra como enfoque de lo sucedido en el pasado reciente, busca producir una nueva sensibilidad que no solo integre visiones del pasado, sino que soslaye iniciativas conservadoras del presente. De esta idea se desprenden todas las iniciativas políticas de este nuevo sector. Algunas de carácter legislativo, como exigir la prisión domiciliaria a militares juzgados por delitos de lesa humanidad.
Desde la recuperación democrática, los gobiernos (colorados y blancos, conservadores y de centroderecha) pasaron de la teoría de los dos demonios y la insistencia con mirar hacia adelante, sin revisar, juzgar ni condenar los crímenes del terrorismo de Estado. Se implementó la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, que impedía juzgar a responsables de estos delitos imprescriptibles.
Posteriormente, con el primer gobierno frenteamplista, se habilitó una serie de investigaciones de historiadores y arqueólogos trabajando como antropólogos forenses. Sin embargo, estas investigaciones se llevaron a cabo con muchas limitaciones de tiempos, recursos humanos y económicos, además de enfrentar discontinuidades y dificultades para acceder a archivos oficiales.
Pero básicamente el avance en materia de causas para investigar y juzgar delitos de lesa humanidad se ha dado, con impulsos y mesetas, por el movimiento de organizaciones sociales y de derechos humanos, especialmente Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, el Servicio Paz y Justicia (SERPAJ), la asociación ex presos/as políticos/as CYSOL, el Observatorio Luz Ibarburu y el Instituto de Estudios Legales y Sociales (Ielsur).
Los referéndums que propusieron derogar la ley de Caducidad en 1989 y 2009, ambos convocados por organizaciones sociales, fueron un fracaso para el movimiento de derechos humanos, que le salió caro al estado de ánimo de la sociedad civil.
La Marcha del Silencio, que atraviesa la céntrica avenida 18 de Julio en Montevideo, ha crecido desde la primera realizada en 1996. Se ha expandido en los últimos años a casi todos los departamentos del país, venciendo de a poco la desmemoria. Y aunque masiva, logrando reunir diversos sectores políticos, sin banderas partidarias, funciona también como un espacio amortiguador: una vez al año la sociedad se reúne, marcha sin cánticos, grita «¡Presente!» ante cada nombre de la lista de 197 detenidos desaparecidos, canta el Himno nacional, aplaude y vuelve a su casa. Es un ritual que honra y reconoce la lucha de aquellas madres que siguen buscando a sus hijos e hijas. La consigna que abre la marcha suele preguntar: «¿Dónde están?», pero no cuestiona en lo profundo las razones del golpe ni quiénes son los responsables del terrorismo de Estado.
La Marcha se erige como un espacio para preguntar por los desaparecidos y exigir «verdad y justicia» para ellos, borrando un poco este pedido para los presos políticos, los exiliados, los clandestinos, los destituidos.
Algunas reflexiones finales
En su anterior candidatura presidencial, en 2014, Luis Lacalle Pou, hijo del ex Presidente Luis Alberto Lacalle (que gobernó entre 1990-1995) e integrante del Partido Nacional (de centroderecha), dijo que creía necesario «cerrar ese capítulo» de la historia reciente y anunciaba que, de llegar al gobierno, «suspendería las excavaciones» de los antropólogos forenses para encontrar restos de desaparecidos. Seis años después, al asumir el actual gobierno, el Presidente cambió y aseguró que daría todos los recursos para que las excavaciones se lleven adelante. Este cambio de postura sin duda es consecuencia de la masificación de las Marchas del Silencio, como un espacio de consenso social donde pedir «verdad y justicia» en los casos de desapariciones forzadas y que las familias de esas víctimas sepan «dónde están» sus seres queridos.
Esta masividad en la asistencia a las Marchas del Silencio cada 20 de mayo, que se incrementó especialmente en los últimos quince años, es uno de los mayores logros en la larga lucha de las organizaciones de derechos humanos, sociales y políticas. A este logro se suma el haber podido instalar en la agenda del Estado el tema de las vulneraciones de los derechos humanos durante el Terrorismo de Estado. Por eso es que, más allá del signo político que tengan, los gobiernos no pueden eludir de sus agendas programáticas las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura.
Sin embargo, Lacalle Pou no participó este 15 de junio del acto reparatorio exigido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que reconoció la responsabilidad del Estado en los crímenes de las «Muchachas de abril», tres militantes tupamaras asesinadas en 1974, ni en la desaparición forzada del estudiante de medicina y militante del Partido Comunista Revolucionario, Luis Eduardo González, y el empleado de la empresa estatal de electricidad y militante comunista, Oscar Tassino. En representación del Estado estuvo la Vicepresidenta, Beatriz Argimón, quien solicitó a los presentes (en su mayoría familiares de desaparecidos, militantes sociales, algunos parlamentarios y solo un integrante de las Fuerzas Armadas) que, si tenían información sobre dónde pueden haber sido enterrados los desaparecidos, compartieran esos datos.
No obstante, sigue siendo dificultoso visualizar las consecuencias y efectos del terrorismo de Estado en la actualidad. «¿Podemos decir que la dictadura fracasó?», se preguntó el historiador y politólogo uruguayo Gerardo Caetano este 16 de junio en una entrevista radial. Enseguida respondió: «No fracasó del todo: sigue habiendo impunidad». Esto es así porque falta identificar y juzgar a muchos militares y civiles responsables de la persecución, tortura y desaparición de al menos 197 personas durante el régimen.
Pero también pueden trazarse ciertas continuidades con prácticas instauradas en la dictadura, que son menos visibles en lo cotidiano. Una de ellas, a nivel cultural, es la reivindicación de «tradiciones» gauchescas, por ejemplo, que se profundizó desde 1975 con el denominado «Año de la Orientalidad».
Otra continuidad, más brutal, es la alta tasa de prisionización en Uruguay. Durante la dictadura uruguaya, se registraron más de 5000 personas privadas de libertad. Por eso se considera que Uruguay tuvo el mayor número per cápita de presos políticos del mundo. En la actualidad, aunque no hay prisiones políticas en el país, el encierro masivo sigue siendo la forma autóctona para resolver conflictos, a sabiendas de que –hasta ahora– encerrar a miles de personas no hace más que amortiguar profundas desigualdades sociales y diferencias políticas, considerando que la situación de privación de libertad no incluye planes de reinserción social para la gran mayoría de la población encerrada en las cárceles y que las medidas alternativas a la prisión son excepcionales.
Según el registro del Comisionado Parlamentario (un funcionario que junto a un equipo monitorea la situación en las cárceles de todo el país) al 30 de abril de 2023 había 14.808 personas adultas presas (13.720 varones, 1.060 mujeres, 3 varones trans y 25 mujeres trans) y 41 niños. Esto representa una tasa de prisionización de 417 cada 100.000 habitantes, sin contar la población adolescente encerrada en el sistema penal juvenil. Estos números muestran que la capacidad de los establecimientos penitenciarios está saturada, superando un 130% la capacidad de cupos, lo que profundiza las condiciones de hacinamiento, de tratos crueles e inhumanos, de tortura en la que viven las personas presas, como ha denunciado el SERPAJ en forma sistemática en sus informes anuales.
Hoy es impensable que algunas cosas vuelvan a foja cero. Este año, atravesado por el 50 aniversario del último golpe de Estado en Uruguay, es incuestionable la vigencia del tema y la necesidad de abordarlo desde distintos ángulos, acompañando esos abordajes con una constante demanda contra la impunidad en la que permanecen los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el régimen dictatorial. El negacionismo de los primeros quince años de vida pos dictadura, dejó paso a un revisionismo estructurado en una continua amortiguación de las posturas sobre el pasado.
Hay muchas ideas de Nunca Más. Algunas prevalecen sobre otras, desaparecen o se transforman. Lo que está claro desde hace tiempo es que ese país extraño que fue Uruguay durante la dictadura, ya no lo es más.
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(1)Azul Cordo. Periodista. Sus investigaciones suelen abordar denuncias a violaciones a los derechos humanos del pasado reciente y del presente en Uruguay; también realiza coberturas sobre la agenda ambientalista, los derechos sexuales y reproductivos y la salud mental. Actualmente publica artículos en La Diaria Feminismos y en LATFEM.
Mauro Tomasini. Integrante y Coordinador del Servicio Paz y Justicia – SERPAJ (2002-2019). Trabajó en el Área de Derechos Civiles y Políticos, dentro del equipo de denuncias de casos vinculados al Terrorismo de Estado; también se desempeñó como coordinador del Área de Seguridad Democrática donde se realiza el monitoreo y seguimiento del Sistema Carcelario y de Políticas de Seguridad vinculado a los espacios públicos y la adolescencia. Integró el secretariado ejecutivo del CDNU. Participó en la elaboración de manuales y protocolos de regulación para el Sistema Carcelario Adulto y en varias revistas y publicaciones colectivas sobre temas de seguridad pública, violencia institucional, sistema penal, a nivel nacional y regional.