Sin justicia ecológica no hay justicia social
Por Alberto Acosta* y Enrique Viale**
¡Naturaleza! Por ella estamos rodeados y envueltos,
incapaces de salir de ella e incapaces de penetrar más profundamente en ella.
Sin ser requerida y sin avisar nos arrastra en el torbellino de su danza
y se mueve con nosotros hasta que, cansados, caemos rendidos en sus brazos.
Johann Wolfgang von Goethe[1]
1749-1832
El sainete del desarrollo sustentable
En 1987, la Comisión de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo presentó el estudio “Nuestro Futuro Común” (también conocido como “Informe Brundtland”, atendiendo al apellido de su coordinadora)[2]. Desde entonces se popularizó la idea de “desarrollo sostenible”. Años más tarde, en 1992, se realizó en Río de Janeiro (Brasil) la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, que puede ser considerada como el punto de partida de las acciones globales de los seres humanos preocupados por el deterioro de la Tierra.
Allí se planteó asumir el reto ambiental como parte sustantiva de la búsqueda del desarrollo. Dos de sus principios son muy relevantes. El principio Nº 3 de la Declaración de Río[3] sostiene que “el derecho al desarrollo debe ejercerse en forma tal que responda equitativamente a las necesidades de desarrollo y ambientales de las generaciones presentes y futuras”. El principio N° 4 expresa que “a fin de alcanzar el desarrollo sostenible, la protección del medio ambiente deberá constituir parte integrante del proceso de desarrollo y no podrá considerarse en forma aislada”.
Y desde entonces varias conferencias internacionales han intentado abordar la cuestión e inclusive unificar las distintas visiones que se encontraban en pugna frente a la cuestión ambiental. En este marco, aún cuando había claras señales de los límites biofísicos de la Tierra y algunos argumentos que invitaban al menos a la reflexión sobre las causas de los crecientes problemas socio-ambientales[4], se consolidó aún más la vigencia de aquel paradigma que los cobija y explica: el progreso, base del desarrollo, asumido como un mandato global, a ser alcanzado a través del crecimiento económico permanente. Sin comprender y menos cuestionar la esencia de dicho paradigma apenas se dio paso a un nuevo rostro del mismo concepto, el “desarrollo sostenible”. Y por cierto, incluyendo reflexiones ambientales, se consolidó en el mundo empobrecido la demanda del derecho al desarrollo.
En esa época no prosperaron otras visiones y propuestas ya existentes y más acotadas con los profundos retos de la Tierra, agobiada por la acción de los seres humanos embarcados en un modo de vida en esencia depredador. Es decir, no fueron asumidas las ideas y propuestas elaboradas por los pensadores de la ecología profunda, así como tampoco los valores, experiencias y prácticas sintonizadas con la vida armónica y la vida en plenitud, en diversas partes del planeta: como las que ofrecen el Buen Vivir[5] o sumak kawsay o suma qamaña de América o el ubuntu de África[6] o el eco-svarag de la India[7].
Es más, los grupos de poder frenaron inclusive cambios menores en la dimensión gramatical. Luego de la Conferencia de Estocolmo, el consultor de Naciones Unidas para la cuestión ambiental, Ignacy Sachs, propuso la palabra ecodesarrollo como término de equilibrio. Henry Kissinger, jefe de la diplomacia estadounidense, se ocupó inmediatamente de realizar las gestiones necesarias para vetar el uso de dicho término en los foros internacionales [8]. Y así las cosas, palabras más palabras menos, la Humanidad siguió en su alocada carrera detrás del desarrollo.
De todas formas, estas conferencias y el modelo de “desarrollo sostenible” demandaron a su vez la creación de una nueva ingeniería jurídica. La prioridad estaba dada por el orden de las palabras que daban nombre al modelo: es decir, el desarrollo entendido prioritariamente como crecimiento económico, para luego de asegurado éste, comenzar a atender la cuestión ambiental y los derechos de las generaciones futuras.
El orden de los términos no es irrelevante. El desarrollo, dominando lo económico además, se impuso nuevamente, por lo que la valoración económica de las cosas y de las relaciones copó el escenario. La valoración crematística se transformó definitivamente en la referencia por excelencia. El valor de cambio se impuso sobre el valor de uso. La mercantilización de la Naturaleza continuó su marcha acelerada. No hubo espacio para asumir los valores intrínsecos de la Naturaleza, independientes de la utilidad para los seres humanos. Y en paralelo la búsqueda del crecimiento se transformó en el gran objetivo de los Estados nacionales, sin que haya sido alterada su posición dominante luego de la irrupción de la cuestión ambiental.
Además, aparejado al dogma del crecimiento económico, se fortaleció la fe en la ciencia y la tecnología, como herramientas capaces de dar todas las respuestas que plantea la Tierra amenazada y destruida por los humanos.
Para lograrlo resultaba insoslayable elaborar nuevos principios y herramientas jurídicas que respondieran a una nueva realidad, no contemplada en los viejos códigos, muchos ellos provenientes de la vertiente napoleónica. A la sombra de los Derechos Humanos, en una de sus generaciones, la tercera, emergió el Derecho Ambiental. Un derecho pensado y construido bajo la idea de “orden y progreso”, que luego de la Segunda Guerra Mundial se actualizó en el concepto desde entonces omnipresente del “desarrollo”. De allí que, puesta en la agenda internacional la cuestión ambiental, la finalidad civilizatoria fuera el “desarrollo”, al que había que volver “sostenible”. Y el puesto del adjetivo, lo sostenible, asumió “lo ambiental”.
La Naturaleza, en la práctica, más allá de buenas intenciones y elocuentes discursos, se mantuvo supeditada al desarrollo.
De todas maneras, la protección de la Naturaleza se transformó en un tema importante, en la medida que los seres humanos comenzaron a ser víctimas de sus propias acciones en contra de la Tierra y empezaban a cobrar conciencia sobre esta situación. Pero esto no alteró sustantivamente el puesto de la Naturaleza en su función de asegurar el crecimiento económico permanente como solución de las necesidades humanas. Se mantuvo inalterada la idea de que la acumulación material mecanicista e interminable de bienes, afincada en el aprovechamiento indiscriminado y creciente de la Naturaleza, era el camino indiscutible para logro del desarrollo, al que tenían derecho todos los humanos. Eso sí, teniendo como faro orientador el estilo de vida de las naciones industrializadas: las metrópolis capitalistas, es decir, desde esa perspectiva, las naciones desarrolladas.
Con ese ajuste no cambió para nada la esencia de la división del trabajo. América Latina y otras regiones empobrecidas del planeta mantuvieron su posición de exportadoras de Naturaleza. Los países centrales industrializados siguieron siendo importadoras de Naturaleza; papel que también asumen algunas grandes economías emergentes (como China). Las primeras cargaron con el peso de los pasivos socio-ambientales en la obtención de las materias primas, las segundas se los ahorraron en gran medida[9]. Y todas estas regiones, de una u otra manera, con diversos grados de responsabilidad por cierto, contribuyeron a deteriorar cada vez más las condiciones de estabilidad y sostenibilidad de la vida en el planeta.
Si a esta dinámica agregamos los procesos de intercambio desigual vigentes en el comercio internacional capitalista[10], vemos que la combinación del crecimiento de los centros y el extractivismo en la periferia provocan una extracción doble: los centros “absorben” de la periferia tanto un valor económico (por medio de los procesos convencionales de explotación capitalista) así como “absorben” Naturaleza[11]. Bajo estas perspectivas, los países capitalistas dependientes sufren de una extracción de valor económico al momento que los productos negociados en el comercio internacional se venden a precios que no incorporan su verdadero costo, por ejemplo no calculan el verdadero aporte del trabajo y tampoco los nutrientes o las externalidades ambientales. Si en este proceso identificamos la presión para extraer recursos naturales que los centros capitalistas ejercen sobre la periferia, vemos que crecimiento capitalista y extractivismo son parte de un mismo sistema.
De manera análoga a las propuestas originales de intercambio desigual, estas perspectivas sobre extracción de biomasa y minerales plantean que en el comercio internacional existe no solo un intercambio económicamente desigual, sino incluso un intercambio ambientalmente desigual, que también perjudica a la periferia y beneficia a los centros capitalistas.
Esta realidad no ha cambiado en lo sustantivo. El pesado pasado extractivista, de origen colonial, presente en todas las repúblicas latinoamericanas del siglo XXI, es inocultable. Y hay más. Los cambios tecnológicos en marcha están abriendo una etapa de explotación no convencional de los recursos naturales, como en la forma exacerbada de aprovechamiento y explotación del trabajo humano. En esta línea aparece el fracking[12] y la explotación de hidrocarburos a profundidades cada vez mayores, la minería a gran escala; las plantaciones “inteligentes” y los transgénicos[13], la nanotecnología, la geo- y bio-ingeniería (muchas veces atadas a la biopiratería[14]), a más de los mercados de carbono[15], así como las diversas formas de flexibilización laboral.
Un dato relevante. En la actualidad la cuestión de los recursos naturales “renovables” debe ser enfocada a la luz de las recientes evoluciones y tendencias. Es más, dado el enorme nivel de extracción, muchos recursos “renovables”, como por ejemplo el forestal o la fertilidad del suelo o la pesca, pasan a ser no renovables, ya que el recurso se pierde porque la tasa de extracción es mucho más alta que su tasa de renovación. Entonces, a los ritmos actuales de extracción los problemas de los recursos naturales no renovables podrían afectar por igual a todos los recursos, renovables o no.
Tengamos en mente que la ruptura de relaciones con la Naturaleza conlleva un patrón tecnocientífico que, en lugar de construir comprensiones vitales del funcionamiento de la Naturaleza, su metabolismo y sus procesos vitales, irrumpe en ella para explotarla, dominarla y transformarla. La Humanidad asumió en serio el mandato de Sir Francis Bacon (1561–1626), célebre filósofo renacentista, quien postuló que “la ciencia tortura a la Naturaleza, como lo hacía el Santo Oficio de la Inquisición con sus reos, para conseguir develar el último de sus secretos”. [16]
Es así, como recordó Vandana Shiva en los años noventa del siglo pasado, que “con el advenimiento del industrialismo y del colonialismo (…) se produjo un quiebre conceptual. Los ‘recursos naturales’ se transformaron en aquellas partes de la Naturaleza que eran requeridas como insumos para la producción industrial y el comercio colonial. (…) La Naturaleza, cuya naturaleza es surgir nuevamente, rebrotar, fue transformada por esta concepción del mundo originalmente occidental en materia muerta y manejable. Su capacidad para renovarse y crecer ha sido negada. Se ha convertido en dependiente de los seres humanos”[17].
Esto condujo a una suerte de tajo al nudo gordiano de la vida. En las diversas ideologías, ciencias y técnicas se separó brutalmente al ser humano de la Naturaleza, que representaba lo salvaje, lo incivilizado. La Naturaleza fue, en consecuencia, transformada en una fuente de recursos… aparentemente inagotable. Y su explotación masiva fue la base para el financiamiento del capitalismo naciente, tanto como ahora apuntala al capitalismo senil.
De lo anterior se desprende que ahora las transformaciones en marcha son de tal magnitud que configuran “nuevos regímenes de trabajo/tecnologías de extracción de plusvalía”, que trasmutan y consolidan las modalidades de explotación y las formas de organización de las sociedades, como anota Horacio Machado Aráoz:
“Bajo esta dinámica, el capital avanza creando nuevos regímenes de Naturaleza (capital natural) y nuevos regímenes de subjetividad (capital humano), cuyos procesos de (re)producción se hallan cada vez más subsumidos bajo la ley del valor. Ese avance del capital supone una fenomenal fuerza de expropiación/apropiación de las condiciones materiales y simbólicas de la soberanía de los pueblos; de las condiciones de autodeterminación de la propia vida. Y todo ello se realiza a costa de la intensificación exponencial de la violencia como medio de producción clave de la acumulación.” (2016)[18]
Así las cosas, otro elemento a destacar es que, más allá de cualquier discurso emancipador de los gobiernos “progresistas”[19] del subcontinente, la región sigue siendo un territorio estratégico para el capitalismo global; tengamos presente que incluso el propio “progresismo” ha dado nuevos impulsos a la consolidación del extractivismo. Basta ver cómo se ha incrementado su potencial como proveedora de recursos hacia los países centrales, en donde empiezan a alinearse China y también India.
Esto incide también en el ámbito de las infraestructuras donde hay importantes inversiones que buscan reducir costos y tiempos para la extracción y/o transporte de materias primas, particularmente; un ejemplo son las grandes represas hidroeléctricas cuya energía está destinada mayormente a atender la demanda de proyectos extractivistas, particularmente mineros y petroleros, dentro o fuera de los diversos países; por ejemplo Bolivia, Paraguay y Perú aparecen como suministradores de electricidad para ampliar la frontera extractivista y la industrialización en Brasil.
Lo que cabe destacar es que los gobiernos “progresistas” y también los neoliberales mantienen su fe en el mito del progreso en su deriva productivista y el mito del desarrollo en tanto dirección única, sobre todo en su visión mecanicista de crecimiento económico, así como sus múltiples sinónimos.
Desde la vertiente neoliberal hay quienes pregonan una suerte de fatalismo: a aquellos países primario exportadores, tropicales, peor aún si no tienen salida al mar, les estaría vedado el desarrollo (salvo que apliquen sus recetas, se entiende)[20]. Y lo que sí llama la atención es la confianza casi ilimitada de los gobernantes neoliberales e inclusive “progresistas” en los beneficios del extractivismo; quienes incluso han llegado a afirmar simplonamente que el extractivismo es apenas un sistema técnico de procesamiento de la Naturaleza[21].
En este contexto el asunto fue doblemente complejo. Por un lado, el desarrollo y la aceptación de los ordenamientos jurídicos fue insuficiente o abiertamente nocivo. Por otra parte, los diversos gobiernos, sea por complicidad o por incapacidad, no siquiera aplican los principios del Derecho Ambiental, por más limitados que sean. Tengamos presente que todos los mega-emprendimientos extractivos – la megaminería, por ejemplo – lesionan gravemente los principios de sostenibilidad ambiental.
Eso no es todo. No solo hay impactos directos sobre la Naturaleza sino sobre las comunidades humanas. Tengamos presente que para obtener los minerales o el petróleo, o los mismos productos agrícolas provenientes de las grandes agronegocios, se da paso a la desposesión de los territorios. La masiva apropiación de recursos naturales extraídos de manera violenta atropella brutal e irreversiblemente todos los Derechos Humanos: colectivos y ambientales, así como civiles y políticos. Por lo demás, debe quedar claro que la violencia no es una consecuencia de un tipo de extracción sino que “es una condición necesaria para poder llevar a cabo la apropiación de recursos naturales”, como acertadamente anota Eduardo Gudynas (2013)[22]. Marx ya nos mencionó en su momento que el propio origen del capitalismo (es decir, la acumulación originaria de capital) proviene de la extracción de recursos naturales, de la explotación del trabajo y dela violencia:
“El descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias Orientales, la trasformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles-negras, caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria”.[23]
Por otra parte, esta masiva exportación de Naturaleza requiere que los ordenamientos jurídicos favorezcan los extractivismos[24]. En nombre del ansiado desarrollo todo vale. Hay que asumir sacrificios y tratar de seguir por la misma senda de “éxito” de las naciones consideradas como desarrolladas. Para lograrlo se cambian o se flexibilizan las normas jurídicas, se liberan las fronteras financieras, se disminuyen las cargas tributarias, se minimizan o incluso se anulan las conquistas sociales y ambientales, se entregan subsidios de todo tipo a las actividades extractivistas (por ejemplo en el suministro de electricidad), se reprime y criminaliza la protesta social.
La expansión de las falsas soluciones
A la Conferencia de Río de 1992 le siguieron varias otras conferencias en las que se abordó la cuestión ambiental, pero sin llegar a encontrar respuestas efectivas y profundas. Si bien los discursos y los estudios ambientales se han multiplicado, si bien las luchas sociales por la vida, que de eso trata la defensa de la Naturaleza, se extienden por todos los rincones del mundo, en lo de fondo a nivel de Naciones Unidas y de los estados que la conforman[25], no hay cambios sustantivos. Se mantienen inalteradas las esencias del desarrollo y el progreso propias de la Modernidad, sustentadas en el antropocentrismo y el utilitarismo.
A las severas crisis económicas, sociales y políticas de los últimos tiempos, cuando ya hay evidencias de los problemas ambientales que provoca el paradigma del progreso propio de la Modernidad, se ha respondido y se responde con políticas que insisten cansinamente en el crecimiento económico. Ya no es simplemente más de lo mismo, sino más de lo peor. Cuando la desocupación, el hambre y la desesperanza cunden por todas partes, el recetario tradicional para conseguir dicho crecimiento se mantiene inalterado.
Lejos de ser un momento para la reflexión y dar paso a “la gran transformación”, en los términos concebidos a mediados del siglo XX por Karl Polanyi[26], se expanden cada vez más aquellos proyectos económicos que mercantilizan con mayor intensidad la Naturaleza, como alternativa para combatir la recesión. De esta forma, desde los países centrales, con una entusiasta recepción en los países periféricos, se impulsa la denominada “economía verde”[27]. La mercantilización y la financiarización de la Naturaleza están en el orden del día. El mercado del carbono se extiende a otros elementos de la Naturaleza, como por ejemplo el aire o el agua, así como a procesos y funciones de la misma Naturaleza, como son los conocidos “servicios ambientales”.
El capitalismo, demostrando su asombroso y perverso ingenio para buscar y encontrar nuevos espacios de explotación, coloniza el clima. Este ejercicio de mercantilización extremo, del cual no se libran los gobiernos progresistas de América Latina, convierte la capacidad de la Madre Tierra en un negocio para reciclar el carbono. Y lo que resulta preocupante, la atmósfera es transformada cada vez más en una nueva mercancía diseñada, regulada y administrada por los mismos actores que provocaron la crisis climática y que reciben ahora subsidios de los gobiernos con un complejo sistema financiero y político. Recordemos que este proceso de privatización del clima se inició hace un par de décadas, sobre todo con la época neoliberal impulsado por el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y otros tratados complementarios, como son los TLC.
La lógica de la “economía verde” se perfila como continuista de la mercantilización de la Naturaleza, es decir de su colonización y dominación. Incluso aparece como un retroceso en varios elementos conceptuales del “desarrollo sustentable”. Con sus instrumentos no se evita la destrucción ambiental, menos aún se pueden dar pasos que permitan la reparación y sobre todo la restauración de la Naturaleza en sus ciclos vitales destrozados. En realidad se pospone la solución de los problemas. Eso sí garantiza al capital nuevos mecanismos de acumulación mientras el deterioro ambiental aumenta.
El mercado de carbono, por ejemplo, construido como espacio para procesar una salida a los conflictos del cambio climático, constituye realmente la posibilidad de hacer un negocio del desastre climático. Por lo pronto, las empresas contaminantes y los intermediarios están haciendo millonarias ganancias, sin que se conozca de avances sustantivos en esta materia. Hasta ahora no se sabe, por ejemplo, cuánto CO2 se estará reduciendo, si es que esto sucede. Es más, hay posibilidades de que se produzcan efectos perversos (“leakages”, en la terminología del Convenio de Kyoto, o efectos de “segundo mejor” en la microeconomía matemática). Por ejemplo, rozar y quemar un bosque primario para luego sembrar eucalipto no fue contemplado originalmente en Kyoto.
El mercado de carbono voluntario es aún más peligroso que el del Protocolo de Kyoto, que está de cierta manera regulado en tanto fija una cuota a un país y éste a sus empresas. Mientras tanto, el mercado voluntario está creciendo sin ningún tipo de regulación, lo que disminuye el capital político de tener límites vinculantes sobre las partes. Es decir anula el desarrollo de adecuadas políticas ambientales, cada vez más indispensables para enfrentar los crecientes problemas ecológicos.
El problema del deterioro ambiental en una economía de mercado es que no considera plenamente en sus cálculos los efectos externos y no logra aproximarse siquiera a la diversidad y a interrelaciones existentes. Peor aún, en la práctica, al no abordar los problemas de raíz, tiende a agravar los problemas existentes, es decir socava los intereses de las futuras generaciones y los derechos de las otras especies. Existe aún un gran desconocimiento del valor (que no es lo mismo que el precio), a más de que ignora la pluralidad de valores y las complejas funciones de los ecosistemas y especies.
En este contexto el tradicional análisis de costo-beneficio no es aplicable, pues tiende a valorar en cero lo que se desconoce. A la mano tenemos los análisis multicriteriales que nos permiten tomar decisiones más acertadas, pero que resultan insuficientes para poder entender la enorme diversidad de la vida. Y por cierto, la métrica del carbono pretende hacernos creer, en consonancia con la visión predominante, que combatir el cambio climático equivale a reducir lo más posible las emisiones de CO2.[28]
En definitiva, introducir en el mercado los servicios ambientales significa transferir a su lógica de funcionamiento asimétrico e incompleto la responsabilidad de definir los aspectos distributivos asociados con sus usos. Esto puede generar un proceso de concentración en el acceso a estos recursos y de consiguiente pérdida de soberanía para las poblaciones usuarias de dichos ecosistemas[29].
Mientras el PNUMA habla de “economía verde”[30], la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el Banco Mundial se refieren a un crecimiento ambientalmente posible o un crecimiento verde. Para el PNUMA, una economía verde debe “mejorar el bienestar del ser humano y la equidad social, a la vez que reduce significativamente los riesgos ambientales y las escaseces ecológicas”.
En su forma más básica, una economía verde sería aquella que tiene bajas emisiones de carbono, utiliza los recursos de forma eficiente y es socialmente incluyente. En una “economía verde”, el aumento de los ingresos y la creación de empleos deben derivarse también (o preferentemente) de inversiones públicas y privadas destinadas a reducir las emisiones de carbono y la contaminación, orientadas a promover la eficiencia energética así como en el uso de los recursos. Para lo que se requiere políticas pensadas para evitar la pérdida de diversidad biológica y de servicios de los ecosistemas, es decir de potenciales objetos de mercantilización, que viabilicen la acumulación del capital.
La premisa general es la idea de que los mercados han estado operando sobre la base de fallas de información, a partir de la no-incorporación del costo de las externalidades y de políticas públicas inadecuadas como los subsidios perversos para el ambiente.
Asimismo, la “economía verde” considera que las funciones de los ecosistemas pueden ser tratadas como mercancía y, por lo tanto, que dichos “servicios” deben cobrarse. Los bienes comunes son únicamente valorados por su dimensión económica. El razonamiento que subyace en este planteo es que la protección de los ecosistemas y la biodiversidad funcionan mejor si sus usos cuestan dinero, es decir, si los servicios ambientales integran el sistema de precios.[31] Cabe aclarar que los pagos que se generan serían recibidos por sus propietarios. Así se garantiza una de las piedras angulares del capitalismo, la propiedad privada.
Por otro lado, un motor de esta “economía verde” reside en el campo de la tecnología, especialmente en nuevas tecnologías experimentales, operativizadas y patentadas por nuevas Redes Transnacionales/Transectoriales (alimentos, petróleo, defensa, etc.), en los campos de la biología sintética, la nanotecnología, la genómica y la geoingeniería. Estas tecnologías, controladas por grandes grupos transnacionales en su mayoría y alentadas sobre todo por el afán de lucro, podrían acrecentar la expoliación de los recursos naturales del Sur.
Así, la “economía verde” no abandona para nada la relación entre desarrollo y crecimiento económico. Todo lo contrario, intenta viabilizarla. Además, promueve incentivos basados en el mercado para reorientar las inversiones del capital en dirección a inversiones verdes, entre ellos se incluyen mecanismos de financiación nuevos e innovadores (?) como los mecanismos de REDD+. El informe de PNUMA afirma que el Programa REDD+ de las Naciones Unidas – una iniciativa lanzada en septiembre de 2008 por la FAO, el PNUD y el PNUMA para apoyar los esfuerzos nacionales en reducir la deforestación y la degradación de los bosques y mejorar las reservas de carbono forestal – puede constituir, junto a otros mecanismos de REDD+, un importante vehículo para incentivar la transición a una “economía verde”.
Uno de los grandes impulsores de la “economía verde” es Brasil, actor crucial en el subcontinente latinoamericano. Durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible (Rio de Janeiro, Brasil, 2012), los Estados consensuaron un documento final ya mencionado antes: “El futuro que queremos”. Allí se expresa que la “economía verde”, en el contexto del “desarrollo sostenible” y la erradicación de la pobreza, es uno de los instrumentos más importantes disponibles para lograr el desarrollo. Se plantea que podría ofrecer alternativas en cuanto a formulación de políticas, pero no debería consistir en un conjunto de normas rígidas (párrafo 56 del mencionado documento). La “economía verde”, en suma, deberá promover el crecimiento económico sostenido e inclusivo (párrafo 58.d).
Así las cosas, en ese documento final de la Cumbre Rio+20 no se identificaron las raíces históricas y estructurales de la pobreza, el hambre, la insostenibilidad y la inequidad. No se dice nada de los efectos nocivos derivados de la centralización del poder del Estado, los monopolios capitalistas, el colonialismo, el racismo y el patriarcado. Sin diagnosticar de quién es o a qué se debe esa responsabilidad, es inevitable que cualquier solución propuesta no sea suficiente frente a los graves retos de la crisis civilizatoria que enfrentamos.
Aún más, el informe no reconoce que el crecimiento económico infinito es imposible en un mundo finito. Conceptualiza el capital natural como un “activo económico fundamental”, abriendo aún más las puertas para la mercantilización de la Naturaleza, vía el llamado “capitalismo verde”. No rechaza el consumismo desenfrenado. Por lo contrario, se pone muchísimo énfasis en los mecanismos de mercado, en la tecnología y simplemente en una mejor gestión como base para los cambios políticos, económicos y sociales que el mundo demanda. Lo que, como es fácil comprender, no rinde ni rendirá los frutos esperados.
Así como en Rio 92 triunfó el modelo de “desarrollo sostenible” por sobre otras formas de concebir la relación de la Humanidad y la Naturaleza, en Rio+20 (año 2012) los Estados nacionales alcanzaron un acuerdo alrededor de la “economía verde”. En dichas negociaciones solo se logró que en el párrafo 39 de dicho documento se reconociera que “el planeta Tierra y sus ecosistemas son nuestro hogar y que ‘Madre Tierra’ es una expresión común en muchos países y regiones, y observamos que algunos países reconocen los derechos de la naturaleza en el contexto de la promoción del desarrollo sostenible”.
Incluso este párrafo causa perplejidad al incorporar a los Derechos de la Naturaleza[32] como parte integrante del modelo de desarrollo sostenible, cuando ambos corresponden a paradigmas absolutamente contrarios. Aunque quizás no deberíamos sorprendernos si constatamos que el propio Buen Vivir, que en esencia es una alternativa al desarrollo y al progreso, es asumido por organismos de Naciones Unidas como parte de la “economía verde”[33].
Sin embargo, a pesar de los todavía escasos avances que podrían viabilizar una gran transformación, se puede constatar que cada vez más grupos de la sociedad son conscientes de los límites biofísicos existentes. Sus argumentos prioritarios son una invitación a no caer en la trampa de un concepto de “desarrollo sustentable”, “economía verde” o “capitalismo verde”. Trampa creada para no afectar el proceso de revalorización del capital, es decir el capitalismo. El mercantilismo ambiental, exacerbado desde hace varias décadas, no ha contribuido a mejorar la situación, apenas ha sido una suerte de maquillaje intrascendente y distractivo. Asimismo, por igual debemos estar cada vez más alertas sobre los riesgos de una confianza desmedida en la ciencia, en la técnica.
La profundización de la mercantilización de la Naturaleza ahonda los problemas. Trae consigo la acentuación de los daños y las desigualdades que hasta el presente ha producido el capitalismo. Incrementa tanto la apropiación de los territorios de las comunidades locales e indígenas por parte de empresas transnacionales, extractivistas sobre todo, como los adversos efectos de sus actividades. Además, al enmascarar al extractivismo como “responsable” o aún “sustentable” –a modo de ejemplo pensemos en la gran propaganda de la “minería responsable” o incluso de la “minería sustentable”-, no se altera para nada la esencia del problema. Es más, la “economía verde”, al aparecer como verde, es decir sustentable, tiende a limitar la búsqueda de reales soluciones.
No por casualidad una gran cantidad de organizaciones y movimientos sociales rechazan la estrategia de la “economía verde” o al “capitalismo verde” por considerar que, lejos de representar un cambio positivo, esta se orienta a una mayor mercantilización de la Naturaleza. Y que, por ende, profundiza su destrucción.
La tecnología y el marco jurídico como amenazas
La tecnología y el marco jurídico ocupan un papel preponderante en este contexto. La confianza en la tecnología parece infinita, a pesar de los sucesivos fracasos tecnológicos que ocasionan permanentes y continuados destrozos socio-ambientales. La “economía verde”, por ejemplo, encuentra en el mundo de la ciencia, las tecnologías y la técnica el terreno propicio para desarrollar respuestas a los graves retos ambientales.Y esa “economía verde”, como lo acepta el PNUMA, requiere de una serie de circunstancias favorables específicas, entre ellas algunas normativas como la existencia de una infraestructura jurídica adecuada.
Bien sabemos que la tecnología no es neutra, así como tampoco lo es el marco jurídico. Quizás esto último sea más comprensible al tratarse de constructos humanos eminentemente políticos. En lo que se refiere a la tecnología, que aparece como liberada de influencias políticas, hay que recomendar una aproximación con cautela y si dejar de analizar sus entretelones.
No se trata de una posición conservadora, que rechaza o minimiza el avance tecnológico, sino acerca de su sentido. Lo que interesa es aceptar que la técnica moderna (casi) siempre está subsumida al proceso de valorización del capital, y que se desarrolla en función de sus demandas de acumulación, lo cual la puede volver nociva en muchos aspectos. Y como tal -por ejemplo a través de la obsolescencia programada- presiona masivamente sobre los recursos naturales.
En la búsqueda de respuestas a esta ruptura de relaciones con la Naturaleza nos tropezamos con un patrón tecno-científico que en lugar de construir comprensiones vitales del funcionamiento de la Naturaleza, de su metabolismo y de sus procesos vitales, irrumpe en ella para explotarla, dominarla y transformarla. Ese parece ser el mandato de la Modernidad, que nutre las bases de la “economía verde”.
No olvidemos que en toda técnica hay inscrita una “forma social”, que implica una manera de relacionarnos unos con otros y de construirnos a nosotros mismos; basta mirar la sociedad que “produce” el automóvil y el tipo de energía que éste demanda.
Sin negar la importancia de los avances tecnológicos cabe considerar que no toda la Humanidad se beneficia de estos. Por ejemplo, segmentos enormes de la población mundial no acceden por igual a la informática ni conocen el internet. Y muchos seres humanos propietarios de teléfonos celulares, por ejemplo, son analfabetos tecnológicos: están presos de una tecnología que no conocen, ni la pueden usar a plenitud y que por aquello de la mencionada obsolescencia programada están obligados a reponerlos continuamente.
Entonces, cabe pensar cuál es la “forma social” implícita en los avances tecnológicos presuntamente democratizadores a los que deberíamos enrolarnos todos, cuando realmente muchas tecnologías, tan promocionadas en la actualidad, generan renovadas formas de desigualdad y explotación, así como de enajenación. En la cotidianidad muchos “avances tecnológicos”, como los que reemplazan funciones del cerebro humano, hacen que ciertos trabajadores se vuelvan caducos y se excluyan o reubiquen a quienes no pueden acceder a la tecnología; todo esto redefine el trabajo mismo, desplazándolo al ámbito cognitivo, contribuyendo a su flexibilización; una de las vías para aumentar la explotación laboral.
Los seres humanos, al parecer, nos volvemos simples herramientas o “apéndices” de las máquinas, cuando la relación debería ser inversa. Desde esa perspectiva, para que exista otro tipo de tecnología, hay que transformar las condiciones de su producción social (incluso caminando en sentido “inverso”, al considerar que quizá en realidad son las “fuerzas productivas” las que se van ajustando a las relaciones sociales de producción).
Este es otro punto a considerar en los procesos de transformación. El reto es asumir el control sobre las tecnologías y no que éstas nos controlen a los seres humanos, como recomendaba Ivan Illich. Este es uno de los autores que están recobrando renovada fuerza en el marco de los debates sobre el decrecimiento y en la búsqueda alternativas profundamente transformadoras.[34]
El prerrequisito ineludible consiste, entonces, en disponer de sistemas para desarrollar y apropiarse de los avances de la ciencia y la tecnología, que se nutran de manera activa y por cierto respetuosa de los saberes y conocimientos ancestrales. Hay que recuperar aquellas prácticas que han perdurado hasta ahora o que pueden ser aprehendidas conociendo su historia. Estos casos son especialmente importantes si se considera que muchas de esas experiencias han sobrevivido centurias de colonización y marginación. En paralelo resulta recomendable aprender también de aquellas historias trágicas de culturas desaparecidas por diversas razones. Tanto de esas historias fracasadas como de los procesos abiertos todavía, hay como obtener elementos para construir soluciones innovadoras para los actuales desafíos sociales y ecológicos. Los conocimientos ancestrales nos brindan innumerables lecciones.
En suma, sin adentrarnos más en este tema tan importante por restricciones de espacio, vemos con alarma cómo las tecnologías y nuevamente los ordenamientos jurídicos nacionales acompañan esta supuesta transición hacia una “economía verde” en el contexto del “desarrollo sostenible”, cuando en realidad lo que se propicia es una creciente mercantilización de la Naturaleza. Inclusive muchos bienes comunes cambian su estatus jurídico para pasar a ser bienes sujetos a la apropiación privada y de esta forma ingresar a los mercados y constituirse en nuevas fuentes de financiamiento, es decir de acumulación del capital.
Por otra parte, los procesos de los ecosistemas, al ser mercantilizados como “servicios ambientales”, crean nuevos derechos patrimoniales que son convertidos en títulos de crédito o de propiedad para los cuales deberán instrumentarse nuevos mercados para su comercialización. Y las nuevas tecnologías tienden a satisfacer estos requerimientos.
En síntesis, los graves daños ambientales causados en nombre de la Modernidad y del desarrollo y el progreso, el bastardeo de conceptos como el “desarrollo sostenible”, la persistencia de buscar soluciones economicistas como la de la “economía verde” para salvar al capitalismo, hacen necesario buscar ya no desarrollos alternativos, sino “alternativas al desarrollo” y a la sociedad capitalista.
Los alcances y los límites del “Acuerdo de Paris”
Con estos antecedentes, resulta evidente que la Humanidad atraviesa un momento complejo. Como nunca antes en la historia su existencia está globalmente amenazada. No se trata de enfrentar problemas aislados de sequías o de inundaciones, por ejemplo. Ahora los problemas socio-ambientales provocados por el ser humano, (des)organizado en la civilización capitalista, plantean retos globales. Todo indica que estamos cerca de llegar a un punto sin retorno (o que quizás ya lo estamos superando…). Frente estas realidades y amenazas se elevan muchas voces de angustia y también propuestas de acción.[35]
A primera vista parecería que hay una coincidencia de que se tiene que hacer algo. Al menos en el discurso, se acepta la necesidad de replantear las lógicas de producción y de consumo de la sociedad moderna para transitar por otros caminos con una relación más armónica con la Naturaleza y donde todos los seres humanos tengamos una vida digna. Esa aceptación, sin embargo, no se ha traducido en logros concretos. Hasta ahora.
Recordemos que los esfuerzos desplegados desde la aprobación del Convenio de Kioto en 1997 no se cristalizaron en resultados concretos. Más aún, el fracaso de la Conferencia Internacional sobre Cambio Climático-COP 15, realizada en el año 2009, en Copenhague, sentó un duro precedente[36]. La desazón y desesperanza coparon el ámbito de acción en Naciones Unidas. Y desde esa perspectiva, cuando era poco lo que se esperaba, emergió como un logro el acuerdo global conseguido en la COP 21 en Paris, en diciembre del 2015. En esa ciudad, sacudida poco antes por un brutal atentado terrorista, 95 países miembros de la Convención de las Naciones Unidas contra el Cambio Climático más la Unión Europea, a la que se considera un Estado más, alcanzaron un acuerdo contra el calentamiento global que implica a la práctica totalidad del planeta.
Preguntemos cuál es el estado de las resoluciones globales para enfrentar los retos del cambio climático, en especial lo que se avanzó en la COP 21. ¿Qué es lo que se logró en esa cumbre? ¿Cuánto se avanzó allí? ¿Era justificado tanto entusiasmo con el que se recibieron sus resultados?, pueden ser algunas de las cuestiones iniciales.
A primera vista parece importante lo se consiguió en Paris. Hay avances. Pero, ¿eso podría haber justificado tantas y tan intensas reacciones de alegría e inclusive las lágrimas con las que recibieron las conclusiones de dicha cumbre? ¿Era eso suficiente para estallar en vítores? Sin pretender ser aguafiestas, recomendamos conocer mejor algunos detalles de los acuerdos parisinos antes de asumirlos con un gran avance para la Humanidad.
Como una primera gran conclusión podemos determinar que, si bien lo logrado es significativo comparado con los fracasos anteriores, resulta muy poco o definitivamente nada con lo que este reto global demanda. Inclusive da para dudar si vemos la proveniencia de muchos de los aplausos con que se recibió el Acuerdo de Paris. ¿Por qué será que los grandes exportadores de petróleo y muchas empresas transnacionales, terminaron aplaudiendo el acuerdo parisino?
Si esos actores celebran el convenio, es que sin duda en París no se pusieron límites a la civilización petrolera, una de las mayores causantes de la debacle ambiental. Igual cosa podríamos decir frente a la aceptación de China y Estados Unidos, los mayores responsables por las emisiones de gases de efecto invernadero, que también se hallan en el coro de aplaudidores. Reconozcamos, eso sí, que estos dos países por fin se pusieron de acuerdo en algunos puntos relativos al clima global.
¿Cuáles son otras limitaciones de tan aplaudido acuerdo? Este convenio presenta muchas falencias y debilidades, a más de marginaciones imperdonables. Allí se han suprimido las referencias a los Derechos Humanos y de las poblaciones indígenas; referencias trasladadas al preámbulo. No aparecen siquiera nombrados algunos conceptos clave como “combustibles fósiles”, “petróleo” y “carbón”.
Los debates no abordaron a fondo otros puntos sensibles, en tanto los negociadores, atrapados en la lógica perversa de buscar consensos mínimos, se esmeraron en evitar los verdaderos problemas. Si eso fue así, menos aún se preocuparon por encontrar soluciones de fondo. Los países poderosos y las grandes corporaciones transnacionales consiguieron que ningún documento o decisión afecte sus intereses y se convierta en un obstáculo en la lógica de acumulación del capital.
No se cuestionó para nada la perversidad del crecimiento ilimitado cuando ya son evidentes y feroces sus consecuencias socio-ambientales, sin que este crecimiento asegure la vigencia de la justicia social y menos aún de la justicia ecológica.
Tampoco se ha reconocido la deuda climática (mejor sería hablar de deuda ecológica[37]) que tienen históricamente los países industrializados con el mundo subdesarrollado; más aún, las grandes potencias, Estados Unidos y la Unión Europea no solo desconocen esa deuda, sino que hacen todo lo posible para no aceptar sus responsabilidades pasadas y actuales en la desaparición de glaciares, la subida del nivel marino y los eventos climáticos extremos, entre otros destrozos.
Al no haberse adoptado medidas drásticas que limiten y hasta reduzcan la oferta de combustibles fósiles, así como medidas que paren la deforestación, la temperatura continuará subiendo, contrariamente a lo proclamado en París. De hecho no hay compromisos vinculantes de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero; entonces estas emisiones seguirán aumentando.
A modo de punto relevante, tengamos presente que el objetivo a largo plazo es que la temperatura del planeta no sobrepase los 2 grados de aumento a final de siglo (incluso se aspira a un objetivo más ambicioso de 1,5 grados) Sin embargo, con los compromisos voluntarios de reducción de emisiones de efecto invernadero, que han presentado los diferentes países en Paris, la temperatura llegaría a sobrepasar los 3 grados. Y por cierto, en estas circunstancias, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera seguirá aumentando.
Para financiar todos estos esfuerzos se establece un fondo de 100.000 millones de dólares anuales a partir de 2020; una cantidad minúscula frente al monto global de los subsidios a los combustibles, que a nivel mundial supera los 8 billones de dólares. Es decir que dicho fondo tendría una cantidad de recursos, que, con seguridad, serán menores a los que han recibido los bancos en sus crisis recientes. Sabemos por igual que este fondo, tal como está concebido, carece de previsibilidad y transparencia. Por cierto el rigor de los compromisos cambia dependiendo de la situación de los países: desarrollados, emergentes y “en vías de desarrollo”: eufemismo con el que se conoce a los países empobrecidos por el propio sistema capitalista y su inviable propuesta de desarrollo.
Así las cosas, con este tan promocionado convenio se abren aún más las puertas para impulsar las que se conocen como falsas soluciones en el marco de la “economía verde”, que se sustenta en la continuada e incluso ampliada mercantilización de la Naturaleza. Así, con el fin de lograr un equilibrio de las emisiones antropogénicas, los países podrán compensar sus emisiones a través de mecanismos de mercado que involucren a bosques u océanos; o alentando la geoingeniería, los métodos de captura y almacenaje de carbono, entre otros.
Para complejizar aún más la problemática, en enero de 2017 asume Donald Trump la Presidencia de los EEUU, para quien el cambio climático es un “cuento inventado por los chinos”. Semejantes lecturas, a ratos rayando en ridículas, en el fondo esconden los compromisos adquiridos con poderosos intereses. El gran huracán Irma y los otros huracanes en el 2017 chocaron de frente no sólo con gran parte del Caribe y la Florida sino con estos discursos elaborados desde el poder y la ignorancia. Fenómenos naturales cada vez mayores y más destructivos sacuden al mundo. Inundaciones y sequias, fríos y calores extremos, monumentales incendios forestales, tanto como los mencionados huracanes, son noticia cotidiana en todas las esquinas del planeta.
El gran desafío en las próximas cumbres climáticas es incorporar al seno de las mismas los debates sobre las consecuencias, ya inocultables, del modelo productivo/extractivista consolidado en gran parte del globo terráqueo. Cualquier política ambiental o climática que quiera llevarse a cabo sin debatir las múltiples implicancias del modelo de maldesarrollo hoy vigentes, será un parche, un recorte parcial, incluso un “ambientalismo superficial” (como señala la Encíclica Laudato Sí del Papa Francisco), más que a una propuesta de discusión integral sobre sus consecuencias socio-ambientales, socio-sanitarias, económicas, culturales y políticas.
Por ello es que urge ir más allá y revisar todos esos hechos para establecer las correspondientes interrelaciones, sus causas y sus responsables, que sí los hay. Además del carácter global, el Cambio Climático, que profundiza y multiplica los fenómenos climáticos extremos, existen causas locales vinculadas a la expansión de un modelo de maldesarrollo, incompatible con los ciclos de la Naturaleza. ¿Qué país puede estar preparado para el Cambio Climático, o generar verdaderas estrategias de adaptación, si cuenta con políticas públicas que promueven ciegamente la deforestación, la destrucción de humedales, de manglares, de páramos, el incremento de la producción de combustibles fósiles, la megaminería, entre otros?
Asimismo, los patrones de consumo deben alterarse también profundamente. Ahora sabemos que el “desarrollo”, en tanto reedición de los estilos de vida de los países centrales, resulta irrepetible a nivel global: se necesitarían seis planetas para que todos los habitantes del mundo tengan el nivel de consumo de un norteamericano promedio.
En suma, la organización de las sociedades no puede seguir como hasta ahora: con grupos relativamente reducidos de población que consumen sobre sus capacidades -e incluso sobre sus necesidades- mientras el resto –la gran mayoría de habitantes del planeta- vive tratando de emular a los privilegiados, en un trajinar condenado a la frustración permanente.
Como colofón, para colmo de males, pasará un tiempo para que este Acuerdo de Paris entre en vigor: en el año 2020, basta ver los pobres resultados de la COP-22 en Marruecos a fines del 2016. Además, una primera revisión de resultados sería recién en el año 2023.Y así, mientras tanto, continuará la guerra en contra de la Tierra, causa directa de la ausencia de Paz entre los seres humanos.
Entonces, si gran parte de los resultados del Acuerdo de París se inclinan por el lado de las opciones más conservadoras y menos ambiciosas, por el lado del tan manipulado y hasta perverso progreso, ¿cuáles son entonces los retos para las fuerzas progresistas en el planeta?
Esta pregunta demanda nuevas y más profundas reflexiones. Mientras se mantiene vigente el reclamo de Fidel Castro en su discurso en la Conferencia de la ONU sobre Medio Ambiente y Desarrollo (1992), cuando pidió que “cesen los egoísmos, cesen los hegemonismos, cesen la insensibilidad, la irresponsabilidad y el engaño. Mañana será demasiado tarde para hacer lo que debimos haber hecho hace mucho tiempo”.
La propia realización de la próxima Cumbre Climática en la ciudad de Bonn constata que la situación ambiental y la pobreza en algunos estados es insostenible, al punto que esta reunión no se podría llevar a cabo en el territorio del Estado que la presidirá: las islas Fidji, uno de esos estados insulares del Pacífico, con “limitación en sus capacidades técnicas, sus recursos humanos y financieros” (como reza el discurso diplomático de Naciones Unidas): un país en peligro de desaparecer tragado por el océano.
La Paz con la Tierra como mandato para la Paz sobre la Tierra
Aceptémoslo, los seres humanos para lograr que la Paz reine en la Tierra debemos empezar por hacer la Paz con la Tierra. Para conseguir ese vital objetivo, los seres humanos podemos y debemos convivir armónicamente con la Naturaleza, con sus plantas, con sus animales, con sus ríos y sus lagunas, con sus mares y sus manglares, con sus montañas y sus valles, con su aire, con sus suelos y con todos aquellos elementos y espíritus que hacen la vida posible y digna. Eso demanda un mundo en donde no sea posible la mercantilización depredadora de la Naturaleza, en la que el ser humano sea una parte más de ella y no un factor de destrucción. Y en donde, esto también es fundamental, se asegure la vida digna para todos los seres humanos.
Las guerras y el uso del terror, independientemente de los argumentos que las invoquen, tanto como las agresiones a la Naturaleza, destruyen las condiciones de vida digna en el planeta. Para poder celebrar a diario la enorme riqueza de la vida en todos los rincones de la Tierra, así como su gran diversidad biológica y cultural, requerimos construir comunidades democráticas y libres.
Es preciso comprender que las consignas de guerra desplegadas por el mundo con los reiterados atentados terroristas, y los redoblados esfuerzos bélicos con que los enfrenta, las políticas “defensiva” u “ofensiva” para combatir el terror con más terror, a la muerte con más muerte, solo conducen a un permanente adiestramiento para el genocidio, a la normalización de los crímenes de guerra, al crimen selectivo como noticia favorita en los medios de comunicación masiva[38]. Debemos, por tanto oponernos a la institucionalización de cualquier forma de violencia en la vida cotidiana. Y en línea con el pensamiento del Mahatma Gandhi, estamos convencidos que “no hay un camino para la Paz, sino que la Paz es el camino”.
La mejor manera de combatir esas fuerzas aterradoras, empeñadas muchas veces en el control de los combustibles fósiles, como el petróleo en el Oriente Medio, por ejemplo, es recuperando las miradas y cercanías con la Naturaleza. Es decir la capacidad de fascinarnos con la diversidad de las formas de vida existentes en la Tierra; lo que exige el respeto a las diversidades. Y todo esto para sembrar desde lo cotidiano y en todos los rincones de la Tierra, nuestra Madre Tierra o Pachamama, un compromiso de convivencia entre los pueblos entre sí, y de éstos con la Naturaleza.
Insistamos, en la tierra no habrá Paz si no establecemos la Paz con la Naturaleza. La Naturaleza explotada, contaminada, militarizada, es la causa profunda de muchas violencias. Y lo son también las enormes y crecientes brechas entre ricos y pobres en todo el planeta. Esta realidad provoca miedo e incertidumbre por el futuro. Desata problemas cada vez más complejos en términos de los cambios climáticos en marcha, que amenazan la vida de los humanos en el planeta.
Constituye una manifestación de despojo para la mayoría de habitantes y de acumulación en beneficio de pequeños grupos que han concentrado el poder en base a los extractivismos y la mercantilización de la Tierra. Estas son las verdaderas fuerzas destructoras que impiden las condiciones materiales y existenciales necesarias para la realización de la vida digna para todos los habitantes del planeta.
Por ello tiene hoy más sentido que nunca, superando el miedo al terror, enarbolar la bandera de la Paz, y enfrentar las agresiones contra la atmósfera, que provocan el cambio climático; el agronegocio de los organismos genéticamente modificados (transgénicos) y los agrotóxicos; el desbocado extractivismo en los territorios desde donde se obtiene -con verdaderas amputaciones ecológicas- petróleo, gas o minerales. Y más aún si sabemos que esas agresiones son sostenidas -siempre- con el uso de la fuerza, con la criminalización de los defensores de la vida y en más de una ocasión con operaciones militares.
A diferencia de las posiciones dominantes en el ámbito de las Naciones Unidas y sus miembros, incluyendo allí a las grandes corporaciones transnacionales, una diversidad de movimientos por la justicia ambiental y social, recogiendo conocidas y nuevas visiones del mundo, proponen soluciones eficaces, que necesariamente abrirán la puerta para una “gran transformación”. Estas respuestas forman parte de una larga búsqueda de alternativas de vida fraguadas en el calor de las luchas de la Humanidad por la emancipación y la vida misma en diversas regiones del mundo.
A diferencia del “desarrollo sostenible” (que cree falsamente que puede ser de aplicación universal) o de la “economía verde” (que cree que con más capitalismo se solucionarán los problemas que creó el propio capitalismo), estos enfoques alternativos no pueden ser reducidos a un solo modelo. Estas nociones de vida, en consecuencia, son heterogéneas y plurales. Representan posibilidades para una vida en armonía de los seres humanos en la comunidad, de las comunidades con otras comunidades, de individuos y comunidades en y con la Naturaleza.
Incluso el Papa Francisco en la Encíclica Laudato Sí[39] -al igual que otros líderes religiosos como el Dalai Lama[40]– ha sido explícito en la necesidad de redefinir el progreso: “Para que surjan nuevos modelos de progreso, necesitamos «cambiar el modelo de desarrollo global», […] No basta conciliar, en un término medio, el cuidado de la naturaleza con la renta financiera, o la preservación del ambiente con el progreso. En este tema los términos medios son sólo una pequeña demora en el derrumbe. Simplemente se trata de redefinir el progreso.
[…] muchas veces la calidad real de la vida de las personas disminuye –por el deterioro del ambiente, la baja calidad de los mismos productos alimenticios o el agotamiento de algunos recursos– en el contexto de un crecimiento de la economía. En este marco, el discurso del crecimiento sostenible suele convertirse en un recurso diversivo y exculpatorio que absorbe valores del discurso ecologista dentro de la lógica de las finanzas y de la tecnocracia, y la responsabilidad social y ambiental de las empresas suele reducirse a una serie de acciones de marketing e imagen.”
Igualmente explicita es la reciente “Declaración islámica sobre el cambio climático global”[41] cuando dice: “Reconocemos la descomposición (fasād) que los humanos han causado en la Tierra debido a nuestra incesante búsqueda del crecimiento económico y el consumo.”
En contraste con estas posiciones, decepciona la incapacidad o falta de voluntad política de las Naciones Unidas para reconocer los defectos fundamentales del sistema económico y político dominante en la actualidad y para prever una agenda verdaderamente transformadora hacia un futuro sostenible y equitativo. Sin embargo, es entendible. El todo no podrá ser mejor que las partes, sobre todo en una organización representada por gobiernos – en su mayoría – al servicio del capitalismo.
A pesar de eso, y conscientes de las limitaciones existentes en este escenario, valoramos que la sociedad civil siga construyendo y presionando para incidir en la cristalización de la indispensable “gran transformación”, imaginando y promoviendo visiones y caminos fundamentalmente alternativos que garanticen la vida digna de todos los seres vivos, entre los que incluimos a la Madre Tierra. Y esa “gran transformación”, en tanto transición hacia una civilización biocéntrica, no más antropocéntrica, tendrá que asumir valores propios en todos los seres vivos y en el ambiente, valores independientes de los intereses y utilidades humanas.
Hay que tener muy claro – para ponerlo en palabras de Eduardo Gudynas[42] – que “una vez que se logra el reconocimiento de esos valores intrínsecos, se generan inmediatamente obligaciones, incluso derechos sobre el ambiente y los seres vivos, que deberán ser atendidos por las personas, agrupamientos sociales, empresas, el Estado, etc. Desde allí se pueden comenzar a explorar nuevas políticas ambientales construidas desde el respeto biocéntrico”.
En conclusión, no hay una contradicción entre lo social y lo ecológico. Entendamos que sin justicia ecológica no hay justicia social, y que sin justicia social no hay justicia ecológica.
Dicho esto, para cerrar con las palabras de Francisco (Encíclica Laudato Sí): “No podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres.”
*Economista ecuatoriano. Ex-ministro de Energía y Minas. Ex-presidente de la Asamblea Constituyente. Ex-candidato a la Presidencia de la República. Profesor universitario.
**Abogado ambientalista argentino. Presidente de la Asociación Argentina de Abogados Ambientalistas. Miembro del Earth Law Alliance.
[1] Johann Wolfgang von Goethe (2013). Teoría de la naturaleza, Clásicos del Pensamiento, Madrid.
[2] ONU (1987); Informe Brundtland. Informe de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo.https://es.scribd.com/doc/105305734/ONU-Informe-Brundtland-Ago-1987-Informe-de-la-Comision-Mundial-sobre-Medio-Ambiente-y-Desarrollo
[3] ONU (1992). Declaración de Rio sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, Río de Janeiro. http://www.un.org/spanish/esa/sustdev/agenda21/riodeclaration.htm
[4] A mediados de la segunda mitad del siglo XX el mundo enfrentó un mensaje de advertencia. La Naturaleza tiene límites, se dijo. En el Informe del Club de Roma o informe Meadows, publicado en el año 1972, conocido como “los límites del crecimiento”, el mundo fue confrontado con esa realidad indiscutible. El problema de aquel informe, encargado al Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, en sus siglas en inglés), es que adelantó la llegada de una serie de situaciones críticas provocadas por el crecimiento económico, que, al no cumplirse en su totalidad, lo deslegitimaron injustamente.
[5] Acosta, Alberto (2013). El Buen Vivir. Sumak Kawsay, una oportunidad para imaginar otros mundos, ICARIA. Barcelona. Libro publicado también en francés (2014), alemán (2015) y portugués (2016).
[6] Consultar en Giacomo D’Alisa, Frederico Demaria, Giorgios Kallis (Editores) (2015); Decrecimiento – Vocabulario para una nueva era, ICARIA, Barcelona.
[7] Ashish Kothari, Federico Demaria y Alberto Acosta (2015); “Buen Vivir, Degrowth and Ecological Swaraj: Alternatives to sustainable development and the Green Economy”, Development, 57 (3/4).
http://link.springer.com/article/10.1057%2Fdev.2015.24
[8] Ignacy Sachs (1994). “Entrevista”, en Science, Nature, Societé, vol. 2, núm. 3.
[9] En el ámbito del extractivismo, los volúmenes de destrucción y contaminación son ya monstruosos. Por ejemplo, para extraer en Chile en el año 2015 unos 5,8 millones toneladas de cobre, se sacaron entre 700 y 800 millones de toneladas de residuos y desperdicios altamente contaminados; recordemos que se “gana” el cobre mediante procesos químicos (SERNAGEOMIN 2014); Anuario de la minería de Chile, Santiago de Chile). Esta cantidad inimaginable de residuos se pone en grandes montañas de escombros o enormes estanques de deshechos contaminantes – muchos sin “propietario”, o sea sin responsabilidad para las empresas que pusieron los residuos y cuyo lastre pesa por decenas o cientos de años a los países extractivistas.
[10] Al hablar de intercambio desigual en este punto hacemos referencia a la perspectiva presentada por autores como Arghiri Emmanuel (1969); “El Intercambio desigual: ensayo sobre los antagonismos en las relaciones económicas internacionales”, Monthly Review Press. Theotonio dos Santos (1970); “La crisis de la teoría del desarrollo y las relaciones de dependencia en América Latina”, en La dependencia político-económica de América Latina, Siglo XXI editores. Ruy Mauro Marini (1973); Dialéctica de la dependencia, Ediciones ERA.
[11] Para una descripción detallada de la extracción de biomasa a través del comercio internacional, en el caso ecuatoriano, revisar el artículo de María Cristina Vallejo (2010) “Biophysical structure of the Ecuadorian economy, foreign trade, and policy implications”, Ecological Economics, Número 70. Otro trabajo interesante sobre extracción de biomasa, para el caso colombiano, puede encontrarse en el trabajo de María Cristina Vallejo, Mario Pérez Rincón y Joan Martínez-Alier (2011) “Metabolic Profile of the Colombian Economy from 1970 to 2007”, Journal of Industrial Ecology, Número 15.
[12] Recomendamos el libro 20 Mitos y realidades del fracking, de Pablo Bertinat, Eduardo D´Elia, Observatorio Petrolero Sur, Roberto Ochandio, Maristella Svampa y Enrique Viale (2014). Editorial El Colectivo, Buenos Aires. http://www.rosalux.org.ec/es/alternativas-al-desarrollo/819-20mitosyrealidadesdelfracking.html
[13] Ver el aporte de varios autores y autoras: Transgénicos – Inconciencia de la ciencia (2014), en Acosta, Alberto y Esperanza Martínez (eds.), Quito, Abya-Yala, http://www.rosalux.org.ec/es/serie-nuevo-constitucionalismo/783-transg%C3%A9nicosconstitucionalismo.html
[14]Se puede consultar el aporte de varios autores y autoras: Biopiratería: La biodiversidad y los conocimientos ancestrales en la mira del capital (2015), en Acosta, Alberto y Esperanza Martínez (eds.). Quito, Abya-Yala http://www.rosalux.org.ec/es/serie-nuevo-constitucionalismo/899-biopirater%C3%ADa-la-biodiversidad-y-los-conocimientos-ancestrales-en-la-mira-del-capital.html
[15] Ver sobre este tema el libro de Larry Lohman (2013). Mercados de Carbono La Neoliberalización del clima, en Acosta, Alberto y Esperanza Martínez (eds.). Quito, Abya-Yala, http://www.rosalux.org.ec/es/serie-nuevo-constitucionalismo/301-mercadoscarbono.html
[16]Sobre esta afirmación se puede consultar en Max Neef, Manfred, Conferencia dictada en la Universidad EAFIT, Medellín, Colombia. http://www.umanizales.edu.co/programs/economia/publicaciones/9/desescalhum.pdf . Recuérdese, además, que en esa época campeaban las limitaciones a las investigaciones científicas: Giordano Bruno (1548-1600) fue perseguido y ajusticiado por la Inquisición, entre otros motivos, por su panteísmo, puesto que sostenía que el universo tiene vida y alma, que es Dios; él fue un mártir de la ciencia por la defensa de las ideas heliocéntricas, que sostienen que la Tierra y los demás planetas giran alrededor del Sol.
[17] Aquí cabe rescatar las valiosas reflexiones de Vandana Shiva al respecto en un libro clásico en términos de críticas al desarrollo: Diccionario del desarrollo – Una guía del conocimiento como poder, editado por Wolfgang Sachs a inicios de años 90 del siglo XX (ver edición en el Perú, 1996).
[18] Horacio Machado Aráoz; “La naturaleza americana y el orden colonial del capital. El debate sobre el “extractivismo” en tiempos de resaca”, abril 12 de 2016: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=211020
[19] No se puede confundir izquierda con progresismo. Si asumimos la valiosa y por demás oportuna reflexión de Gudynas, los gobiernos de Evo Morales, Rafael Correa e incluso de Nicolás Maduro, por ejemplo, son progresistas, no son gobiernos de izquierda. Ver Eduardo Gudynas: Izquierda y progresismo: la gran divergencia (2013), http://www.alainet.org/es/active/70074
[20] Son varios los tratadistas que construyeron este “fatalismo tropical”. Entre otros podemos mencionar a los siguientes: Michel Gabin y Ricardo Hausmann, “Nature, development and distributions in Latin America – Evidence on the role of geography, climate and natural resources”, (1998); Michel L. Ross, “The political economy of there source curse”, (1999) y “Does oil hinder democracy?”, 2001, trabajos considerados clásicos en la materia; Jeffrey Sachs, “Tropical Underdevelopment”, (2000), clave para entender el determinismo geográfico; Ricardo Hausmann y Roberto Rigobon, “An alternative interpretation of the ‘resource curse’. Theory and policy implications”,(2002), un aporte teórico sobre la maldición de los recursos naturales; Ivar Kolstad, “There sourcematter: Which institutions matter?” (2007), que analiza el peso de las instituciones. Se puede consultar al respecto en Alberto Acosta (2009). La maldición de la abundancia. CEP, Swissaid y Abya-Yala. Quito.
[21] Álvaro García Linera (2012); Geopolítica de la Amazonía. Poder hacendal – patrimonial y acumulación capitalista, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz.
[22]Eduardo Gudynas, (2013); “Extracciones, extractivismos y extrahecciones – Un marco conceptual sobre la apropiación de recursos naturales”, en Observatorio del Desarrollo No. 18, CLAES, febrero.
[23]Carlos Marx (1867); El Capital. Tomo I: El proceso de producción del capital, Siglo XXI editores, México (2008).
[24] La lista de aportes sobre esta cuestión grande. Recomendamos los textos de Gudynas, Eduardo (2016). Extractivismos. Ecología, economía y política de un modo de entender el desarrollo y la Naturaleza. CEDIB y CLAES, Cochabamba (Bolivia); de Maristella Svampa y Enrique Viale (2014). Maldesarrollo. La Argentina del Extractivismo y el Despojo. Editorial Katz; de Alberto Acosta (2009). La maldición de la abundancia. CEP, Swissaid y Abya-Yala. Quito.
[25] Ni siquiera en un país como Ecuador, en cuya Constitución (2008) se estableció por primera vez en el mundo que la Naturaleza es un sujeto de derechos (ver los artículos 71 a 74), el Gobierno de Rafael Correa ha entendido lo que esto significa y menos aún comienza su real instrumentación.
[26] Karl Polanyi (1992). La gran transformación: los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
[27]La lista de trabajos críticos es ya muy extensa, entre muchos textos valiosos, aquí podríamos recomendar el aporte de Gustavo Soto (2011). “El Cuento de la Economía Verde”, en América Latina en Movimiento, año XXXV, Segunda época, núm. 468-469, septiembre-noviembre de 2011, http://alainet.org/publica/alai468-9.pdf. Mariela Buonomo, Soledad Ghione, Valentina Lorieto y Eduardo Gudynas (2012). “Ecología y conservación en la ‘Economía Verde’: una revisión crítica”, en Delgado Ramos, G. C. (coord.). Economía Verde: apuesta de continuidad del desarrollo desigual y el abuso de los bienes comunes, Panamá-La Habana, Ruth Casa Editorial, Cuadernos de Pensamiento Crítico. Barbara Unmüßig, Lili Fuhr y Thomas Fatheuer (2016). “Sobre la crítica de la economía verde, 9 tesis”, https://mx.boell.org/es/2016/01/18/sobre-la-critica-de-la-economia-verde-9-tesis
[28] Camila Moreno, Daniel Speich Chassé y Lili Fuhr (2016); “La métrica del carbono: el CO2, ¿como medida de todas las cosas?”, Fundación Heinrich Böll, http://mx.boell.org/es/metrica-del-carbono
[29] Los ejemplos son muchísimos. Basta citar el caso de “socio bosque”, proyecto que impulsó el Gobierno de Rafael Correa en Ecuador; un proyecto atado al mercado de carbono, es decir a la continuada destrucción de bosques, manglares y páramos. Ver una crítica elaborada por Melissa Moreano Venegas (2014); “Socio bosque y el capitalismo verde”; https://lalineadefuego.info/2012/09/04/socio-bosque-y-el-capitalismo-verde-por-melissa-moreano-venegasi/
[30] Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) (2011); “Hacia una Economía Verde. Guía para el desarrollo sostenible y la erradicación de la pobreza. Síntesis para los encargados de la formulación de políticas”.También disponible en inglés: “Towards a Green Economy: Pathways to Sustainable Development and Poverty Eradication: A Synthesis for Policy Makers”, United Nations Environment Programme, www.unep.org/greeneconomy
[31] Barbara Unmüßig (2012); “The Green Economy. The New Magic Bullet? Expectations from the Rio+20 Conference”, Fundación Heinrich Böll.
[32]Son recomendables los aportes de varios autores, por ejemplo en el libro editado por Alberto Acosta y Esperanza Martínez (2011). La Naturaleza con derechos. De la filosofía a la práctica, Quito, Abya-Yala, y, en particular, el libro de Eduardo Gudynas (2016). Los Derechos de la Naturaleza – Respuestas y aportes desde la ecología política, Abya-Yala, Quito.
[33] UNEP (2013); “Development strategies of selected Latin American and Caribbean countries and the green economy approach – A comparative analysis”, Green Economy – Discussion Paper.
[34] Se recomienda leer y estudiar los valiosos y tan actuales escritos de Ivan IlIich (2015); Obras reunidas, Fondo de Cultura Económica, México.
[35]Algunas reflexiones de este acápite ya fueron formuladas preliminarmente por los autores: Alberto Acosta y Enrique Viale (2015). “Sin paz con la Tierra, no habrá paz sobre la Tierra”. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=206865
[36] Aquí cabe recordar que Fidel Castro, el 26 de diciembre del 2009, con su artículo: “El derecho de la Humanidad a existir”, estableció que el calentamiento global es “una cuestión de vida o muerte”, pues “en ningún otro momento de la historia humana se presentó un peligro de tal magnitud”. http://www.cubadebate.cu/reflexiones-fidel/2009/12/27/el-derecho-de-la-humanidad-a-existir/#.V75HyaI1wUIC. Cabría anotar que el gobernante cubano Fidel Castro ya se había referido con enorme preocupación al tema en la Conferencia de la ONU sobre Medio Ambiente y Desarrollo, 1992.
[37] No se trata simplemente de una deuda climática. La deuda ecológica encuentra sus primeros orígenes con la expoliación colonial –la extracción de recursos minerales o la tala masiva de los bosques naturales, por ejemplo–, se proyecta tanto en el “intercambio ecológicamente desigual”, como en la “ocupación gratuita del espacio ambiental” de los países empobrecidos por efecto del estilo de vida depredador de los países industrializados. Aquí cabe incorporar las presiones provocadas sobre el medio ambiente a través de las exportaciones de recursos naturales –normalmente mal pagadas y que tampoco asumen la pérdida de nutrientes y de la biodiversidad, para mencionar otro ejemplo– provenientes de los países subdesarrollados, exacerbadas por los crecientes requerimientos que se derivan de la propuesta aperturista a ultranza. La deuda ecológica crece, también, desde otra vertiente interrelacionada con la anterior, en la medida que los países más ricos han superado largamente sus equilibrios ambientales nacionales, al transferir directa o indirectamente contaminación (residuos o emisiones) a otras regiones sin asumir pago alguno. A todo lo anterior habría que añadir la biopiratería, impulsada por varias corporaciones transnacionales que patentan en sus países de origen una serie de plantas y conocimientos indígenas. En esta línea de reflexión también caben los daños que se provocan a la Naturaleza y a las comunidades, sobre todo campesina, con las semillas genéticamente modificadas, por ejemplo. Por eso bien podríamos afirmar que no solo hay un intercambio comercial y financieramente desigual, como se plantea desde la teoría de la dependencia, sino que también se registra un intercambio ecológicamente desequilibrado y desequilibrador.
[38] Los recursos presupuestarios disponibles para enfrentar el Cambio Climático global son exiguos al compararse con los enormes, dañinos e insultantes gastos en armamentos y seguridad represiva, causantes -a su vez- de graves problemas sociales, políticos e inclusive ambientales. En una línea similar estarían los multimillonarios recursos destinados a los salvatajes bancarios o a subsidiar el consumo de los combustibles fósiles.
[39] http://w2.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/papa-francesco_20150524_enciclica-laudato-si.html
[40] “Religious leaders have a duty to speak out about climate change”: The Dalai Lama speaks at Glastonbury – video https://www.theguardian.com/music/video/2015/jun/28/religious-leaders-duty-climate-change-dalai-lama-glastonbury-video
[41] “Islamic Declaration on Global Climate Change”. http://islamicclimatedeclaration.org/islamic-declaration-on-global-climate-change/
[42] Gudynas, Eduardo (2016). Los Derechos de la Naturaleza – Respuestas y aportes desde la ecología política. Abya-Yala, Quito.