Por Leonel García
«Hasta…». Recién comenzaba a pintarse el muro en Agraciada y 19 de Abril. Faltaba poco para el mediodía del domingo 6, conmovido por una noticia que no por esperada dejaba de ser triste. Y esa tristeza, al principio camuflada por la madrugada, se había hecho carne a medida que pasaban las horas. Había muerto Tabaré Vázquez (80), el hombre que pasó los primeros 49 años de su vida siendo un outsider de la política, conocido apenas en ámbitos médicos y deportivos, y que en los siguientes 31 se convirtió en la personalidad más importante de la historia del Frente Amplio y una de las más notorias e influyentes del país.
Para entonces, el gobierno había decretado ya tres días de duelo nacional y su familia había decidido una despedida corta. A las 11.32, el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, y la vicepresidenta, Beatriz Argimón, fueron a saludar a los hijos y nietos del dirigente fallecido a la empresa Martinelli, con todas las calles lindantes valladas. Las coronas llegaban unas tras otras -Presidencia de la República, Sutel, Federación Ancap, Gobierno de Nicaragua, presidente argentino Alberto Fernández- junto con las condolencias -más emotivas algunas, más protocolares otras- de todo el arco político. Mientras tanto, la gente de a pie comenzaba a hacer sus homenajes en otros lados.
En el Prado, en Buschental y Lucas Obes, la casa de quien había sido el primer intendente de Montevideo (1990-1994) y el primer presidente de la República de izquierda del país (2005-2010), cargo este último que ejerció en dos ocasiones (la última fue en 2015-2020), de quien había sacado al FA de perdedor en las urnas, de quien había hasta cambiado la retórica de los dirigentes del Frente, comenzaba a llenarse de ofrendas, agradecimientos escritos a mano, vecinos y frenteamplistas. Las banderas tricolores en los autos, que pasaban a baja velocidad tocando bocina o vivando, y sobre los hombros parecían multiplicarse. Cada tanto aparecía una bandera o barbijo de Progreso, el club de La Teja, su barrio de origen, que presidió entre 1979 y 1989.
Entre los dolientes había ancianos que vivieron la fundación de su partido y que sufrieron con su proscripción durante la dictadura y niños que no habían nacido cuando Vázquez dejaba la banda por primera vez.
«Gracias por tanto, Tabaré». «Buen viaje, presidente». «Gracias por hacernos sentir orgullosos de ser uruguayos». Dos mujeres ya entradas en años parecían discutir cuál tenía más encumbrado al exmandatario: una gritaba que había sido «el mejor presidente de Uruguay desde 1830» y la otra retrucaba con que había sido «el mejor gobernante de la historia de varios lados». Ambas coincidían en que la despedida íntima era la mejor decisión -«Hasta en el último momento fue un grande, todo un médico, no quiso generar un foco pandémico»- y en que la muerte de María Auxiliadora Delgado, su esposa, el año pasado, había sido el detonante del cáncer que terminó llevándose a Vázquez. Ambas recordaban el trabajo en «salud bucal» de la fallecida primera dama e intercalaban sus recuerdos emocionados con críticas a «estos que están ahora».
La crítica o el enojo no fueron, empero, los sentimientos más generalizados en la jornada. Salvo algún comentario aislado en la calle o en el micromundo de Twitter, que cuando se lo propone es una cloaca, el respeto y la congoja primó durante todo el día.
Pero lo más tocante del domingo iba a ocurrir en La Teja, primera y última morada del presidente. La impronta barrial de Vázquez fue siempre una de sus mayores características y un símbolo de un país de otrora: la posibilidad de un joven de un hogar obrero que gracias a la educación pública logra el título de médico, el ascenso social y llegar a los primeros lugares de la política. La plaza Lafone, un lugar muy sentido para la grey frentista, estaba casi vacía y triste. Lo mismo podía decirse del Club Arbolito, en una de sus esquinas, fundado por el luego presidente el 1º de marzo de 1958. Los directivos Gabriela González, Mirna Boggi, Alfredo Medina y Susy (así, a secas) eran los únicos en el recinto semiabierto, dejando pasar el día frente a una de las entradas. «Estamos haciendo el duelo acá. Nos vamos a quedar acá. Es nuestra manera de honrarlo».
El movimiento grande crecía en torno a la entrada principal del cementerio de La Teja, por avenida Carlos María Ramírez. Primero eran cientos; luego, miles. Se multiplicaban banderas del Frente Amplio, de Uruguay y de Progreso. Había vallados, presencia policial y gente con remeras de Fucvam también a cargo de la seguridad y de dejar el camino libre para el cortejo. Había muchas lágrimas en los ojos, mucho cartel de agradecimiento, mucha convicción de que «el mejor presidente de la historia» se había ido. Si dentro de la necrópolis la familia había pedido -y lograría- una despedida tranquila, afuera el gentío era cada vez mayor y la distancia social y el no aglomerarse -como habían solicitado los Vázquez en un comunicado- ya habían quedado en las buenas intenciones. Por suerte, la inmensa mayoría de los asistentes llevaba tapabocas puestos. Varios militantes se encargaban de repartirlos a los que no tenían.
El primero de los muchos aplausos espontáneos ocurrió poco después de las 13.00, cuando se anunció que el cortejo
que traía los restos del vecino ilustre partía de la Explanada Municipal. El tramo estaba bien delineado: 18 de Julio, Libertador, Avenida de las Leyes, Agraciada, Carlos María Ramírez, siempre con mucha gente en las calles. «Por favor, todos a la vereda», gritaban policías, inspectores municipales y voluntarios con las remeras de Fucvam buscando despejar la calzada, con suerte muy relativa. «¡A ver si nos ponemos todos el tapabocas así estos del gobierno nos dejan de echar la culpa del coronavirus, che!», gritaba una mujer con pinta de matriarca del barrio. Nacieron aplausos para Óscar Andrade cuando se dejó ver por la calle y para la intendenta Carolina Cosse, cuyo vehículo municipal fue parte del cortejo.
A medida que se acercaban las carrozas fúnebres aumentaban los aplausos, los gritos, la emoción. Con el sonido de una cuerda de tambores de fondo se hacía evidente que la gente no se iba a quedar quieta en la vereda. Los voluntarios reforzaban el cordón humano con sus brazos. Algunos dolientes -no muchos- querían tocar el auto que transportaba el ataúd. Otros -menos todavía- querían cruzar a la fuerza el vallado reservado para el cortejo. Aquí ocurrió algo digno de mención: la gran mayoría de los asistentes colaboraron con los agentes de Policía para que los intrusos desistieran de su intención.
Los aplausos, los gritos y la emoción acompañaron el ingreso de los vehículos al cementerio. «¡Así somos la izquierda!». «¡Tabaré se merece este homenaje!». «¡Acá se queda el pueblo!». Se mezclaban viejos hits partidarios -«Y ya lo ve, y ya lo ve, el presidente es Tabaré»- con otros nuevos -«¡Volveremos, volveremos!»-. Los incidentes, si cabe llamar así a algún chisporroteo con algún doliente desubicado, fueron mínimos. La comparación con lo ocurrido dos semanas atrás en otra despedida popular, en Buenos Aires y con Diego Maradona, era imposible pero inevitable: la gente en La Teja salva con nota.
Adentro, la familia Vázquez escuchaba la oración del sacerdote salesiano Néstor Castell, cubría el ataúd del expresidente con una bandera del FA y otra de Progreso y lo ingresaba a un nicho. Álvaro Vázquez, el hijo mayor, recibía el Pabellón Nacional. Afuera la gente, con su luto de tapabocas, aplaudiendo esporádicamente, secándose las lágrimas, comenzaba a dispersarse.
Poco después de las 15 horas, la casa de Buschental y Lucas Obes ya se había convertido en un santuario en tres colores. Alguno se hincaba a rezar. Un medio centenar de personas se había simplemente congregado, en silencio. Sonaba A redoblar de Rumbo y A Don José de Los Olimareños. Cada tanto el silencio se quebraba con un grito -«¡Gracias, presidente, gracias, carajo!»- acompañado por una salva de aplausos. A pocas cuadras, en la esquina de Agraciada y 19 de Abril, el grafiti ya se había completado: «Hasta siempre, Tabaré».