Por Luci Cavallero y Verónica Gago
Compartimos un adelanto de la edición ampliada de «Una lectura feminista de la deuda. ¡Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!» (Tinta Limón y Fundación Rosa Luxemburgo). Esta investigación impulsa un movimiento de politización y colectivización del problema financiero. Es una herramienta de debate y formación en sindicatos, universidades, ferias de pequeñxs productorxs, organizaciones de base y asambleas feministas.
Interrupción Voluntaria de la Deuda
La asunción del nuevo gobierno de Alberto Fernández (diciembre de 2019) está marcado por dos cuestiones: el impacto del feminismo en los debates y la discusión sobre la “renegociación” de una deuda externa caracterizada socialmente como “impagable”. Proponemos una consigna que enlaza el reclamo feminista multitudinario de la “marea verde” y la deuda: Interrupción Voluntaria de la Deuda. Es una fórmula de síntesis para plantear que además del desendeudamiento es necesario políticas de reconocimiento del valor del trabajo doméstico que nos convierte directamente en “acreedoras” de una riqueza que hemos ya creado gratuitamente. Decimos que es hora de la reapropiación, de una interrupción legal de la deuda.
Hoy, los efectos del endeudamiento recaen sobre áreas de lo más sensibles y políticamente delicadas porque explotan directamente la capacidad de reproducción social: el endeudamiento doméstico y los precios de los alimentos, ambos al galope inflacionario de los últimos años, que sigue sin poder frenarse.
Como una de las primeras medidas de urgencia, el nuevo gobierno lanzó un plan titulado “Argentina contra el hambre”. Tengamos en cuenta que la situación actual es que, en el país que es el cuarto productor mundial de harina de soja, el 48 por ciento de lxs niñxs son pobres.
El plan consiste en la entrega de tarjetas alimentarias que pretenden llegar a dos millones de personas. El ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, a cargo de la medida, al explicar por qué el plan se instrumenta por medio de un sistema de tarjetas alimentarias y no entregando directamente dinero en efectivo, respondió con cruda empiria: cualquier efectivo que ingresara a las familias en la medida en que éstas están completamente endeudadas se usaría para pagar deuda (formal o informal). La conclusión salta a la vista. El modo de garantizar acceso a alimentos está hoy determinado por la deuda de los hogares, que literalmente ha parasitado todo tipo de ingreso: de las jubilaciones a los subsidios, donde las beneficiarias de la asignación universal por hijx cumplen un rol protagónico, de los salarios a los ingresos por changas.
Este vínculo entre deuda y alimentos es clave porque lleva al extremo los efectos destructivos de la precariedad: endeudarse para comer, primero; y, en la otra punta de la cadena, ahorcarse por deudas para llegar a producir alimentos desde las economías populares; finalmente, el embudo monopólico de los supermercados. Vemos así cómo el diagnóstico sobre lo que significa la colonización financiera sobre nuestros territorios es mucho más amplio que la herencia de la deuda externa, aunque está directamente relacionada con ella. La deuda externa se derrama, como sistema capilar de endeudamiento, en la deuda doméstica y se refuerza por la baja del poder de compra de los ingresos y la restricción de servicios públicos. El combo es explosivo. O mejor dicho: sólo alimenta más deuda.
Las luchas de lxs productorxs de la tierra han transformado e impactado sobre el diseño actual de política pública para combatir el hambre. Gracias a ellxs, se ha buscado incluir a la agricultura familiar y campesina y a sus circuitos de ferias en las formas de provisión de alimentos de calidad. “Eso se logró a través de los verdurazos”, dicen desde la Unión de Trabajadorxs de la Tierra (UTT), para referirse a la acción política de descargar enormes cantidades de verduras en las plazas y hacer como acto político su entrega gratuita a la vez que se denunciaba la insostenibilidad económica de lxs pequeñxs productores frente a la inflación.
Aquí el desafío queda dibujado. Si, por un lado, las tarjetas alimentarias son un intento de institucionalizar las ferias populares y de caracterizar el problema del hambre desde el diagnóstico de los movimientos sociales, por otro, el endeudamiento y el sistema de bancarización heredados producen situaciones de equivalencia insostenibles entre los grandes supermercados y las ferias populares.
Las condiciones de producción y de superexplotación que hoy están en la base de la agricultura familiar revelan dos problemas estructurales: los límites que impone no tener acceso a la tierra (y por tanto el pago de arrendamientos caros); y luego el trabajo no reconocido de las campesinas. Un cuádruple nudo angosta posibilidades y complejiza el cuadro: la cuestión tributaria, la propiedad de la tierra, la financierización de los alimentos y la cantidad de trabajo feminizado no reconocido e históricamente desvalorizado que funciona, de hecho, como variable de abaratamiento. Agrega Rosalía Pellegrini, secretaria de Género de la UTT: “Nuestra comida está subsidiada por la autoexplotación de nosotras, que estamos endeudadas para poder competir en un modelo de producción dependiente”.
Hambre y mandatos de género
Hay otra arista en las declaraciones públicas que anunciaron la implementación de la tarjeta alimentaria: la insistente interpelación a la responsabilidad materna en la alimentación de lxs hijxs, aun cuando la tarjeta está destinada a madres o padres. La perspectiva feminista aporta y exige que no se naturalice, en un contexto de crisis extrema, el mandato de género en las políticas sociales. La responsabilización de las madres híper-endeudadas tiene el riesgo de reinstalar formas de merecimiento patriarcal en la ayuda social.
Si los recortes de servicios públicos y la dolarización de las tarifas y de los alimentos durante el gobierno de Mauricio Macri han trasladado a la responsabilidad familiar los “costos” de la reproducción social, es necesario reponer servicio público para desfamiliarizar la obligación de alimentos y cuidados. Sobre todo porque el movimiento feminista ha puesto en debate lo que es la familia cuando se la reduce a su norma heteropatriarcal y porque ha valorizado las redes comunitarias en su capacidad de producir vínculo social y mediación institucional. “La tarjeta alimentaria es una medida importante ante las necesidades extremas en las que están nuestras compañeras, pero no reemplaza la ración de comida que se entrega en cada comedor, ahí donde se hacen las ollas populares, y es sobre ese trabajo comunitario que pedimos reconocimiento”, plantea la dirigente del sindicato de trabajadorxs de la economía popular Jackie Flores (UTEP).
Una lectura feminista de la inflación
La explicación sobre cuál es la causa de la inflación es una batalla política. Distintas autoras han aportado elementos que nos permiten hacer una lectura feminista de la inflación, ese mecanismo que acelera la toma de deuda compulsiva y obligatoria.
A las explicaciones monetaristas (la emisión) de la inflación se le suman históricamente argumentos conservadores que caracterizan la inflación como enfermedad o mal moral de una economía. O sea, no se trata sólo de explicaciones técnicas y economicistas, sino directamente vinculadas a las expectativas de cómo vivir, consumir y trabajar. Así lo argumentó el famoso sociólogo de Harvard, Daniel Bell, quien ubicó al quiebre del orden doméstico de la familia tradicional como la principal causa de la inflación en los Estados Unidos en la década de los años 70. También Paul Volcker, el jefe de la Reserva Federal estadounidense entre 1979 y 1987, conocido por su propuesta de disciplinamiento de la clase trabajadora como método contra la inflación, instaló el tema como una “cuestión moral”.
El análisis que hace de estas explicaciones la investigadora Melinda Cooper, que estudia por qué tanto neoliberales como conservadores se ensañaron contra un programa de poco presupuesto dedicado a las madres afroamericanas solteras, es una pista fundamental: en ese subsidio se concentraba la desobediencia de las expectativas morales de sus beneficiarias. Estas madres afroamericanas solteras producían una imagen que no cuadraba en la estampa de la familia fordista. Es decir, desde la óptica conservadora, quienes recibían ese subsidio eran “premiadas” por su decisión de tener hijxs por fuera de la convivencia heteronormada, y la inflación reflejaba la inflación de sus expectativas de qué hacer de sus vidas, sin ninguna contraprestación obligatoria.
Entonces, al clásico argumento neoliberal de que la inflación se debe al “exceso” de gasto público y al aumento de los salarios cuando hay poder sindical, los conservadores le agregan una torsión: la inflación marca un desplazamiento cualitativo de lo que se desea. Más recientemente, ambos argumentos se han aliado de forma decisiva.
Para nuestro contexto: ¿cómo discutir la inflación desarmando una imagen conservadora del gasto social, muy afín al gobierno saliente, que moraliza a las mujeres, lesbianas, travestis y trans de sectores populares en sus posibles gastos a la vez que perdona a la élite financiera local e internacional haber fugado 9 de cada 10 dólares de la deuda externa?
Si hay unos vínculos que expresan el rechazo (o la fuga de hecho) al contrato familiar, el devenir deudoras es –como argumenta Silvia Federici– un cambio en la forma de explotación que arrastra otra pregunta: ¿cómo se vigila y castiga por fuera del salario y por fuera del matrimonio? Las reformas punitivas de los derechos sociales (como argumentamos en relación a la moratoria jubilatoria) intentan inventar esos dispositivos reponiendo un orden de merecimientos patriarcal por fuera del salario y por fuera del matrimonio.
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