Por Facundo Cuesta – Huerquen Conunicación en Colectivo
La agricultura empezó alrededor de 10 o 12 mil años atrás, cuando seguramente una mujer reconoció en la naturaleza una planta alimenticia, y reprodujo su ciclo vital. Ese primer paso desató el proceso de crianza mutua entre nuestra especie y la enorme cantidad de variedades vegetales que nos alimentan desde entonces.
La humanidad se expandió y evolucionó en todos los continentes de la mano de plantas que fueron su sustento, las que a su vez fueron modificándose para adaptarse a los climas, suelos y prácticas donde las llevaron los pueblos. Cada palabra con la que nos acostumbramos a nombrar determinado alimento, en realidad expresa un enorme conjunto de variedades: “maíz” “trigo” “tomate”. Y cada variedad tuvo sus guardianas y guardianes, comunidades campesinas e indígenas con las que se crió y a las que ayudó a criar alimentándolas. Ellas fueron las responsables de su particular desarrollo, su “mejora” en términos productivos, guardando la mejor semilla de la mejor planta para volver a sembrar, reproducirla, multiplicarla, e intercambiarla.
Pandemia corporativa
Con las semillas es imposible plantear autorías, porque los momentos inaugurales que solemos asociar a los descubrimientos, pierden su rastro en millones de manos y diferentes culturas. Quién diga que “descubrió” una semilla, miente; quién sostenga que es “suya”, roba. Son patrimonio de los pueblos al servicio de la humanidad, y por eso enfrentamos los intentos de las corporaciones por apropiárselas.
Y estos intentos se suceden desde el inicio de la llamada “Revolución Verde” en los 60s – 70s del siglo pasado, con el acaparamiento de los sistemas agroalimentarios por el capital concentrado: la introducción de paquetes tecnológicos con semillas híbridas primero y transgénicas después, agrotóxicos y maquinarias parte de la reconversión de la industria militar. Con más concentración empresaria en cada eslabón de la cadena que termina con cada bocado, y que empieza indefectiblemente en una semilla. Esa centralidad en el ciclo del alimento la vuelve estratégica tanto para las corporaciones como para los pueblos.
En la disputa por los bienes comunes el capital buscó desarmar los sistemas campesinos e indígenas, y se valió también de la operación simbólica de ubicarlos en el atraso y el primitivismo que la modernidad y la tecnológica vendrían a superar. Como no podía ser de otro modo, la ofensiva contra los pueblos y culturas incluyó también a sus semillas nativas y criollas que no se ajustarían al canon de “estables” y “homogéneas” que según la industria garantizarían los rindes para “alimentar a la humanidad”.
Por este camino no sólo no se alimentó a la humanidad, sino que en apenas 50 o 60 años, la humanidad perdió el 75% de las variedades vegetales que se crearon en más de 10.000 años de agricultura. Esto es particularmente peligroso en el marco de la crisis climática ante cuyos rigores no sabemos cuántas ni cuáles variedades podrán adaptarse, y en dónde. Esta tremenda pérdida de biodiversidad hace que todos y todas tengamos ¾ partes menos de alimentos distintos disponibles. Y la situación que no es peor gracias a la resistencia de los pueblos y comunidades para defender sus semillas, garantizando los ciclos de su reproducción e intercambio.
Guardianas y guardianes
Aún con toda esta ofensiva y erosión material y simbólica, hoy son las y los campesinos, pescadores artesanales, pastoras trashumantes y pueblos originarios quienes producen entre el 60 y el 80% de lo que alimenta a la humanidad en todo el mundo con apenas el 25% de la tierra cultivable. Decíamos que su centralidad en la alimentación se sostiene también en las redes de resistencia que han sabido construir, cuya expresión más importante es La Vía Campesina Internacional, la organización social más grande del mundo que agrupa a 200 millones de productoras, productores y sus comunidades en 81 países. En estas redes resistentes las semillas también son el centro de la preocupación y la acción.
Gerardo Segovia, de la Red de Agricultura Orgánica de Misiones (RAOM) es uno de los artífices de la Semana Continental de las Semillas Nativas y Criollas que impulsa el Movimiento Agroecológico de América Latina y El Caribe (MAELA), “En el intercambio de semillas se conjuga lo sagrado, lo espiritual, lo profundamente ecológico y profundamente político. Durante la semana continental que arranca el 26 de julio que acá se festeja el Día de la Patrona de los Sembradíos y termina el 1° de agosto Día de la Pachamama, se relacionan 3 elementos de la naturaleza que son centrales para la Soberanía Alimentaria: una es la semilla, y las otras son la madre tierra que va recibir todas las ofrendas, y las manos campesinas de los guardianes y guardianas de semillas, especialmente de las mujeres, que llegan a ofrecer a esa madre tierra que está abierta para luego poder dar sostén; para que esa semilla crezca, germine y se abra para ser fruto, monte, biodiversidad.”
Las semillas junto a la organización son la clave para el reverdecer comunitario en nuestros territorios impactados por el agronegocio. En experiencias que construyen las organizaciones campesinas, como Productores Independientes de Piray (PIP) que integra la UTT, levantando una Colonia Agrícola de Abastecimiento en las tierras recuperadas a la multinacional Arauco junto a 97 familias, y que relata Miriam Zamudio: “Integramos a las familias a trabajar comunitariamente dentro de las tierras, con una planificación que hacemos en reuniones y asambleas. Se consiguen las herramientas y las semillas, se hacen capacitaciones y vamos articulando los saberes. Así vamos construyendo esta Misiones que queremos, con otro modelo de producción, no sólo para el futuro sino ya.”
O lo que expresan desde la asociación Comunidades Campesinas por el Trabajo Agrario (CCTA) integrante del MTE, ubicada en kilómetro 80 de Pozo Azul, a través de su presidente Wilmar Vas: “Para nosotros cada semilla es fuente de vida y alimentos. Sembramos nuestra semilla y generamos una cadena que viene de nuestros antepasados y continuaremos cuidando porque si no tenemos semilla no tenemos producción ni alimentos. La semilla es la vida en sí de una comunidad”.
Se habla de “bancos de semillas”, y la imagen puede servirle a las millones de personas que viven en las ciudades y han ido perdiendo esa intimidad con las semillas y la producción de alimentos, para reconocer la acción de guardar un excedente para un momento de escasez o un próximo ciclo. Pero guardar semillas es algo muy distinto a las prácticas de atesoramiento bancario. Las semillas no son cosas, son vida en potencia; no se pueden guardar eternamente sino que tienen que reproducirse constantemente para seguir activas y poder expresar su valor. Un valor que está en las antípodas de las abstracciones del valor “de cambio” del dinero, sino que nos reconectan con las nociones “de uso” que la lógica mercantil nos fue escamoteando. Eso que tan claramente refleja doña Ángela Romano, de Rodeo Grande “zona serrana, de altura” en Tafí del Valle, Tucumán, cuando rodeada de sus semillas dice que es una “rica pobre”, mientras su mano bucea entre ellas.
Desde los pueblos originarios hasta las ciudades
Para Segovia “en ese grano de maíz está concentrada la identidad de los pueblos originarios que son co-creadores de la vida. Acá en Misiones los Guaraníes tienen la leyenda del maíz y la leyenda de la mandioca, que son dos semillas muy importantes para la espiritualidad; son la base de la alimentación y también de la lucha hoy para que sigan estando en las manos de sus verdaderos dueños, los pueblos originarios y campesinos, y lleguen cada vez más hasta los huerteros y huerteras de las ciudades y periurbanos.”
¿Cuántas huertas se empezaron durante la pandemia? Muchísimas, al punto de agotar las semillas que da el Programa Pro-Huerta. Capaz “para hacer algo” en medio del aislamiento obligatorio, pero quizá también como un reflejo pre-racional al reconocer que lo que vivimos es consecuencia de lo mal que venimos haciendo muchas cosas hace mucho. Para el MAELA esta pandemia es “un grito de alerta”, que “deja al descubierto lo que sucede cuando se rompe el equilibrio natural, cuando se atraviesan límites, cuando se quiebran vínculos y relaciones de respeto entre los seres humanos con el ambiente”.
Ese reconocimiento íntimo, esa congoja, quizá activó algo ancestral que saben nuestros cuerpos al echar mano de esas semillitas y volver “a lo primero” al sembrarlas. Nosotros y nosotras, nuestros pueblos, también somos semillas. Estuvimos demasiado tiempo aturdidos por las lógicas del consumo, materializado o no; enceguecidos por las pantallitas, las luces y sonidos constantes; deseando objetos, acostumbrados a la precariedad urbana de la escasez constante, atrás del mango día a día; enloquecidos como las abejas, los ecosistemas naturales o el sistema endócrino por el contacto con las moléculas tóxicas de la agricultura industrial.
Como sea, con las semillas criollas en manos de sus guardianes y guardianas vuelve el alimento y los sabores de nuestras infancias, vuelven las manos de las abuelas. Vuelve la comunidad que rebrota en el intercambio aún con el barbijo puesto o medianera por medio. Vuelve la posibilidad de ser soberanos en nuestros territorios. No nos vamos a cansar de decir que esta crisis pandémica es una oportunidad; quizá la humedad y temperatura que nuestro cuerpo social esperaba para salir de su latencia y brotar.
Guardianes de Semillas – Serie Audiovisual
La serie GUARDIANES DE SEMILLAS se inicia en el 2019, fruto de un trabajo conjunto entre la Fundación Rosa Luxemburgo, el Colectivo Audiovisual Vaca Bonsai. La serie, que va por su sexto capítulo, busca ser un registro de experiencia que -en un minuto– nos muestran la diversidad de formas de resguardo de semillas a lo largo de todo el país, y la centralidad de las guardianas y los guardianes en el camino hacia la Soberanía Alimentaria.
Para ver la serie completa haz click aquí.