Cadáveres desperdigados por la vía pública, cuerpos agonizantes abandonados a su suerte en las calles… Esas son algunas de las consecuencias de la llegada del COVID-19 a Guayaquil. Analizamos el trasfondo colonialista que esconde la catástrofe humanitaria que se está viviendo en la ciudad ecuatoriana.
Por Mafe Moscoso Rosero, El Salto (CC BY-SA)
Soy quiteña, pero mis abuelos Raúl y Eugenia vivían en Guayaquil. De niña, pasé varios veranos con ellos, caminando de su mano por una ciudad rumbera, caótica, húmeda y calurosa donde aprendí a comer arroz con lentejas, huevo frito y patacones y a ver, junto a Raúl, a Tres Patines y el tremendo juez en la tremenda corte en la televisión. Desde la dolorosa distancia, hoy imagino esas calles que caminamos tantas veces. Esas calles sobre las que ahora reposan personas que, por la emergencia ocasionada por el COVID19, agonizan en ellas sin recibir atención médica. Esas calles sobre las que yacen decenas de cadáveres que están expuestos, abandonados, pero no olvidados. Nunca olvidaremos.
Cerro Santa Marta, en el centro de la ciudad de Guayquil. Foto: Ecuadorianhunk
En enero, un vuelo procedente de Madrid aterrizó en Guayaquil. En ese vuelo viajaba la paciente 0, una mujer de 71 años que vivía en Torrejón de Ardoz, Madrid. Ella residía en España, con sus dos hijos. El 13 de marzo, la mujer moría y días más tarde, su hermana también fallecía. Desde entonces, sabemos que en las últimas horas la ciudad ha entrado en estado de emergencia pues acumula más casos y muertos por COVID-19 que países de Sudamérica como Perú, Argentina, Colombia, Uruguay, Venezuela, Bolivia y Paraguay. Ecuador es el tercer país más pequeño de Sudamérica. Sin embargo, ocupa el segundo lugar en contagios y muertes después de Brasil. Esto, por supuesto, no es una casualidad. Hay varios factores (entre los principales, la pésima gestión estatal, tanto nacional como local, de la pandemia) entre los cuales me gustaría compartir uno vinculado a los focos de contagio.
A finales de los 90´s, cuando España experimentaba su burbuja económica, el mercado de trabajo precisaba de mujeres provenientes del sur global dispuestas a vender su mano de obra a cambio de salarios bajos. Para que las mujeres españolas pudieran trabajar fuera de casa fue fundamental que miles de mujeres, especialmente provenientes de América Latina, se hicieran cargo de la limpieza y los cuidados de sus hogares. Las políticas coloniales implementadas por los países del norte global (EEUU y Europa) en nuestros territorios (extractivismo, presencia de multinacionales, tratados de libre comercio, programas de cooperación al desarrollo, cátedras universitarias, etc.) cuyas lógicas de explotación son reproducidas por las élites criollas a nivel local, llevan expulsando hace décadas a las personas de sus países, sus paisajes, sus familias.
A finales de los 90’s, las cadenas globales de cuidados operaron de tal modo que miles de ecuatorianas viajaron a España, convirtiéndonos en la comunidad de migrantes más numerosa del país. En aquellos días en los que hubo trabajo en España, el mercado se caracterizó por estar poderosamente etnificado y sexogenerizado: las mujeres llegaban y ocupaban ciertos puestos de los cuales pocos eran valorados y no correspondían con sus titulaciones, estudios o experiencias previas. Su trabajo, que es invisible y poco apreciado, ha sostenido durante años la economía española y en su momento sostuvo la economía ecuatoriana. Con la crisis del nuevo milenio, muchas migrantes retornaron, pero muchas se quedaron.
No conozco a la paciente 0, no sé su nombre, pero sé que era miembro de nuestra comunidad diaspórica, que muy posiblemente formaba parte del colectivo cuyo trabajo ha sostenido el sistema económico español en las últimas décadas y que en medio de la catástrofe desoladora que está teniendo lugar en España, es ―una vez más― excluido de las políticas de ayuda por parte del gobierno de España.
La paciente 0 viajó a Ecuador en enero de 2020, como lo hice yo también, porque es un buen momento: se puede aprovechar de las fiestas y se huye del frío invierno europeo. Ella “se iba para volver” (expresión que usamos en la zona andina de Ecuador), pero por desgracia nunca regresó. Junto a ella, viajamos cientos de ecuatorianos que vivimos en España y que, posiblemente y sin saberlo, también fuimos portadores del virus.
Días después, una vez que saltaron las alarmas, en Guayaquil se celebró una gran boda. Se omitió por completo la cuarentena porque formar parte de la oligarquía te permite saltarte las reglas, incluso las del cuidado de la vida de “las otras”, y que parezca gracioso. La oligarquía siempre se ha permitido la indiferencia ante el sufrimiento ajeno el cual termina siendo cruelmente naturalizado. El país es su feudo y ellos son los dueños de la hacienda o la plantación cacaotera desde hace siglos. El mencionado matrimonio fue celebrado por todo lo alto y ha sido mucho menos cubierto por los medios que la trayectoria de la paciente 0.
Aparentemente, asistieron la alcaldesa de Guayaquil, la miss Ecuador (¿de verdad todavía existen misses?) y otras personalidades de la ciudad. Al festejo también llegaron invitados de Italia, sabiendo que allí el COVID-19 había infectado ya a miles de personas. Pero eso daba igual… Lo importante era el pomposo ritual heterocentrado de formalizar la familia, los anillos, la propiedad privada, la cena, el vestido blanco, el novio y la novia, los lujos, el whisky, la comida. Todo lindo, blanco, romántico, caro, cool e impecable. Y para que todo sea lindo, blanco, romántico, caro, cool e impecable, se necesitó de personas que se hicieran cargo del trabajo invisible que, una vez más, sostendría la fiesta. Al parecer, el número de contagios en esa boda fue altísimo e incluyó al personal que estaba prestando sus servicios. Muy probablemente, esa fiesta es el segundo foco del contagio en Guayaquil.
La conexión entre la expansión del virus, el número de expulsados que regresan a sus casas a descansar y visitar a las familias que debieron dejar, entre otros motivos, debido a la expansión de las políticas coloniales del norte al sur global y su perpetuación a través de las lógicas gamonales que se reproducen en nuestros territorios, es evidente. El resultado es una ciudad convertida en un campo de cadáveres que van a convertirse en miles y que, sin embargo, no pueden ser enterrados.
El duelo es un ritual colectivo cuya función es permitir una sabia elaboración de la muerte entre las personas allegadas. El duelo permite la transición, el viaje. Sin embargo, si el cadáver no puede ser objeto de ritual ―como lleva ocurriendo hace años con los/las refugiados/as que son asesinados/as en el Meditarráneo debido a las políticas migratorias europeas― no existe la posibilidad del duelo y sin duelo, ni los muertos ni la comunidad pueden llevar a cabo la transición, es decir, el cambio. Todas las entidades, humanas y no humanas, al estar vivas, dotadas de un espíritu, somos merecedoras de una vida digna, una muerte digna y un duelo digno.
En Guayaquil hay y habrá cientos de pérdidas que llorar y, sin embargo, se ha borrado la posibilidad del ritual colectivo porque los cadáveres se han convertido en cuerpos inertes sin espacio para ser depositados, debido a la ineficiencia del Estado y la estructura colonial que pone en jerarquía a los cuerpos, incluso cuando han dejado de respirar.
Ante esta situación, varias organizaciones, en medio del toque de queda, reclaman el derecho a un entierro digno, es decir, piden que el Estado ecuatoriano preserve mínimos parámetros de necroética en la actual pandemia de COVID-19. Se exigen unas medidas que ya que no están siendo capaces de proteger la vida, al menos sean capaces de cuidar la muerte.
Quizás los tiempos de devastación colonial que atravesamos requieren con urgencia que no sólo nos coloquemos en la disposición espiritual, política y epistémica de elaborar preguntas sobre qué vida queremos imaginar, sino que exigen de nosotros, de modo individual y colectivo, aprender a atravesar la muerte y a exigir el derecho al buen morir, esto es, la posibilidad de convivir con la pérdida, es decir, a convivir con nuestros muertos y con nuestros vivos. El derecho al principio y al final de la vida. El derecho a despedirlos y a despedirnos, es decir, el derecho al recuerdo.
Si los rituales de duelo son dispositivos activadores de rememoración, podemos pensar que allí donde hay memorias, siempre permanecerá la pequeña posibilidad de la renovación de la vida y del florecimiento. Memorias de la migración, memorias del cuidado, memorias de la vida y la muerte. Flores que un día, quizás, serán jardines salvajes. Jardines en los que habitarán los vivos y que serán habitados por los muertos, también.