Estómagos dañados y precios descuidados

Por Mariano Pagnucco

El pancho y la Coca. Esa dupla inseparable, tan arraigada y repetida en las expresiones del lenguaje popular, es una síntesis posible de la derrota que ha sufrido la cultura alimentaria argentina en las últimas décadas. Nuestros hábitos gastronómicos se han reducido a productos ultraprocesados, poco nutritivos y sobrecargados de grasas, azúcares y sal.

Ese combo explosivo para los estómagos es también un sacudón profundo para los bolsillos, en un país donde cada vez es más restrictivo el acceso a alimentos sanos. La pobreza económica tiene su correlato en la pobreza alimentaria, con la novedad de que la malnutrición convive con el sobrepeso. El sentido común sostiene que “pobres siempre hubo”, pero los pobres contemporáneos son, además, obesos.

¿Cómo fue que las recetas de las abuelas quedaron sepultadas por las publicidades de comida rápida? ¿Es posible revertir la mala alimentación, basada en productos que no son baratos, en la que está atrapada gran parte de la sociedad? ¿Hay otros modelos posibles para sanar estómagos y bolsillos cuando pase la pandemia?

Algunas preguntas para empezar el viaje por las mesas argentinas.

Malnutrición globalizada

Marcos Filardi fundó en Buenos Aires el Museo del Hambre, con el objetivo de que ese concepto quede definitivamente en el pasado, como una pieza en exhibición de un país que ya no existe. Antes recorrió miles de kilómetros de la geografía argentina para entender la relación de nuestra sociedad con la comida.

Su diagnóstico: “Las distintas cocinas y gastronomías locales fueron arrasadas en pos de la uniformización de un patrón alimentario nacional muy básico, muy carente de cultura alimentaria. Lo que encontrás al recorrer el país es la abundancia del sándwich de jamón y queso, la hamburguesa, los panchos, la pizza, la pizzeta, la empanada. Pero la empanada no como expresión de la diversidad, sino como algo sencillo de hacer”.

Filardi es abogado especializado en Derechos Humanos y miembro de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria (CaLiSA) que funciona en la Escuela de Nutrición de la Facultad de Medicina de la UBA. Desde ese espacio amplio e interdisciplinario de pensamiento, propone mirar el problema alimentario local desde una escala global: “Que en Argentina comamos caro y mal es la resultante del modelo agroindustrial impuesto por sus grandes ganadores, cuyos intereses están fuertemente relacionados entre sí. Los alimentos son mercancías libradas a los juegos de la oferta y la demanda en una economía de mercado capitalista globalizada y cada vez más interrelacionada e interdependiente”.

El sentido común sostiene que “pobres siempre hubo”, pero los pobres contemporáneos son, además, obesos.

Para entender el complejo mapamundi de la comida, vale mirar los datos que recoge el “Atlas del agronegocio: Datos y hechos sobre la industria agrícola y de alimentos” (2018):

*5 empresas monopolizan la comercialización de granos y oleaginosas: Archer Daniels Midland (ADM), Bunge, Cargill, Louis Dreyfus Company y Cofco;

*4 empresas acaparan el mercado de semillas, agrotóxicos, eventos transgénicos y edición genética: Bayer-Monsanto, ChemChina-Syngenta, DuPont-Dow y BASF;

*10 empresas de la industria alimentaria procesan las materias primas para convertirlas en objetos comestibles ultraprocesados: Nestlé, JBS, Tyson Foods, Mars, Kraft Heinze, Mondelez, Danone, Unilever, General Mills y Smithfield;

*5 cadenas de supermercados e hipermercados concentran en Argentina la comercialización de los alimentos, entre otros rubros involucrados: Carrefour, Cencosud (Vea, Jumbo y Disco) y Coto.

¿Cómo hemos llegado a este nivel de concentración? Varios factores influyen. Soledad Barruti, que desde su doble condición de madre y periodista se ha interesado en investigar sobre la alimentación humana, apunta en la introducción de “Malcomidos” (Planeta, 2013): “Desde que la sociedad moderna —ocupada en otras cosas, sin tiempo para nada, rebalsada y urbanizada hasta lo imposible— delegó en la gran industria alimentaria la producción de lo que se lleva a la boca, ya nada es lo que era. Básicamente porque la lógica que impone el mercado es una sola: ganar la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible. No nutrir, no cuidar, ni siquiera ser saludable: simplemente ganar lo más que se pueda”.

“Se come muy básico, muy poca diversidad –opina Barruti en medio de la crisis sanitaria por la pandemia–. En todo el país, cuando se lo recorre, hay sobreabundancia de lo mismo: comidas rápidas y verdulerías y fruterías que tienen cada vez menos variedad. Es triste ver cómo la comida se va alejando y se convierte en una repetición que no nos alimenta adecuadamente. Para la gran mayoría de los habitantes, el acceso a los alimentos es algo muy difícil de lograr porque, por un lado, son muy caros, y por otro, son difíciles de encontrar”.

 

La República Unida de la Coca

El Código Alimentario Argentino, sancionado en 1971, define como alimento a “toda substancia o mezcla de substancias naturales o elaboradas que ingeridas por el hombre aporten a su organismo los materiales y la energía necesarios para el desarrollo de sus procesos biológicos”. E incluye también a “las substancias o mezclas de substancias que se ingieren por hábito, costumbres, o como coadyuvantes, tengan o no valor nutritivo”.

Tengan o no. Una ambigüedad legal que la industria alimentaria ha sabido utilizar para el bien de todos (sus accionistas). 

«Que en Argentina comamos caro y mal es la resultante del modelo agroindustrial impuesto por sus grandes ganadores.»

Cuando visitó a la comunidad kolla Cholacor de la Puna jujeña, Filardi quiso saber cuál era el producto más pedido en el kiosco cercano a la escuela. “El Danonino –le respondieron–, porque los chicos piensan que si lo comen van a crecer como en la publicidad”. Un médico en guardapolvo, que repite a cámara el libreto redactado por creativos publicitarios en Buenos Aires, es la garantía de nutrición para las infancias originarias del Norte. En el ámbito de la CaLiSa, a ese producto lo llaman cariñosamente “Dañoniño”.

Cuatro de cada diez pibes y pibas de entre 5 y 17 años tienen problemas de sobrepeso u obesidad en la Argentina. Entre la población menor de 5 años, la cifra es del 13 por ciento. Así lo refleja la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud realizada en 2018 por la Secretaría de Salud de la Nación.

“Hay familias enteras que solo consumen bebidas azucaradas durante el día y en muchos casos esas bebidas se colocan en las mamaderas de los bebés”, dice Andrea Graciano sobre su experiencia en la atención primaria de salud en la Ciudad de Buenos Aires. Ejerce como licenciada en Nutrición, es integrante de la CaLiSA y también presidenta de la Federación Argentina de Graduados en Nutrición (Fagran).

Graciano invita a consultar otra estadística: la 4ta Encuesta Nacional de Factores de Riesgo (2018). En el informe final se lee:

*Que Argentina lidera el consumo mundial de gaseosas con 131 litros anuales per cápita.

*Que el consumo de frutas disminuyó un 41% y el de hortalizas un 21% en los últimos 20 años.

*Que el consumo de gaseosas y jugos en polvo se duplicó en el mismo período.

*Que casi 7 de cada 10 personas adultas (mayores de 18) que viven en el país padecen sobrepeso u obesidad.

Según la nutricionista, “esta problemática sacude más fuerte a los sectores más vulnerables”. Y habla de las nuevas corporalidades en función de la escala social: “Hay un viejo paradigma que asocia la obesidad a los ricos y la flacura a los pobres. El contexto actual es súper complejo, donde la prevalencia de la obesidad se observa también en los sectores más pobres. Ahí tenés obesidad y también hambre”.

Que en el imaginario doméstico aparezcan las gaseosas como un producto de consumo habitual (cuando no diario) se debe a la batalla que hace rato el marketing le ganó a la salud. “Los alimentos menos nutritivos son los más publicitados”, dice la especialista. 

No es gratuito -para el sistema público de salud ni para el bienestar de la población- que las panzas argentinas se llenen de sal, derivados del azúcar o grasas: su ingesta excesiva puede derivar en diabetes, hipertensión y problemas cardíacos, por mencionar algunas afecciones. Todas enfermedades no transmisibles, que en su conjunto son responsables del 73,4 por ciento de las muertes no accidentales en el país.

Desde Fagran y otros sectores de la sociedad civil impulsan la sanción de una ley que obligue a las marcas al etiquetado frontal de advertencia en sus envases. Este sistema, ya implementado en Chile, utiliza octágonos negros que indican el alto contenido de cuatro componentes que, en exceso, son muy nocivos para la salud: grasas, grasas saturadas, sodio (sal) y azúcares.

Cuatro de cada diez pibes y pibas de entre 5 y 17 años tienen problemas de sobrepeso u obesidad en la Argentina.

A su vez, eso repercute en la prohibición de establecer estrategias de marketing engañosas para el consumo de esos productos, como regalar juguetes. En Chile, por ejemplo, no se puede vender la Cajita Feliz ni el huevo de chocolate Kinder.

El lobby empresario argentino trabó la discusión en el Congreso durante la etapa macrista y no se pudo avanzar.

 

Bolsillos y estómagos cuidados

Comemos mal pero también caro. Hay que mirar el reloj de arena, propone Filardi.

Se refiere a la figura elegida por el economista y académico inglés Raj Patel, autor de “Obesos y famélicos. El impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial” (2008), para pensar la cadena agroalimentaria. Esto es: muchos productores en la base, muchos consumidores en la cima y muy pocos actores en el medio (la parte más fina), que son quienes ejercen el mayor poder en la cadena, pagándoles cada vez menos a los productores y cobrándoles cada vez más a los consumidores para maximizar su margen de ganancia.

Juan Pablo Della Villa, responsable de Comercialización de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), señala: “La distribución y la comercialización de alimentos está realmente concentrada, lo que produce la manipulación de los precios”. Explica que el mismo sector agroexportador que prioriza sembrar soja para mandar a China (el 60 por ciento de las tierras cultivables tienen este monocultivo) que alimentar a la población local, se maneja con la lógica del comercio exterior y eso repercute en las góndolas argentinas.

“El mercado de alimentos está en manos de un grupo de especuladores financieros que hacen lo que quieren”, sintetiza Della Villa. Esta situación no es nueva. El poder alcanzado por el agronegocio creció considerablemente en las últimas décadas, en la medida que el Estado priorizó el ingreso de dólares que la discusión sobre la soberanía alimentaria.

“No es que comemos caro porque el supermercado vende caro –señala–, comemos caro porque está concentrada la tierra, la distribución y la comercialización, y porque hay ausencia total del Estado en esas tres partes que generan consumidores y consumidoras rehenes de las leyes del mercado”. A esto hay que sumarle, dice, que la inflación siempre le gana a los salarios argentinos.

La UTT y otras organizaciones campesinas de base organizaron el año pasado el Primer Foro Nacional por un Programa Agrario Soberano y Popular. En el documento final del foro, la necesidad de democratizar el acceso a la tierra aparece como un punto estratégico que incide, además, en toda la cadena productiva de los alimentos.

¿Hay salida? Sí. ¿Debe intervenir el Estado? Principalmente. ¿Hay ejemplos? Uno reciente, con la UTT como protagonista y el Estado como aliado.

Las frutas, hortalizas y verduras que llegan actualmente a Tapalqué, provincia de Buenos Aires, recorren casi 600 kilómetros por ruta hasta llegar a destino, en el centro de la geografía bonaerense. Gracias al impulso del intendente local, Gustavo Cocconi, la UTT conformará allí una colonia agrícola para producir alimentos en 12 hectáreas de tierras fiscales.

Eso significa que los casi 10.000 habitantes de Tapalqué podrán comprar frutas, hortalizas y verduras frescas sin tener que pagar gastos extra de comercialización. Y, por si fuera poco, tendrán acceso a alimentos libre de agroquímicos.

«La distribución y la comercialización de alimentos está realmente concentrada, lo que produce la manipulación de los precios.»

Della Villa cuenta con orgullo este ejemplo, que se suma al de otras colonias agrícolas que tiene su organización, donde las familias producen alimentos sanos y soberanos para comercializar a precios justos. Tal como sostienen desde hace más de una década, la vuelta al campo es posible y tiene resultados favorables para la sociedad.

De hecho, el crecimiento de la UTT en términos de producción y comercialización le permite hacer acuerdos de precios estacionales con las familias productoras, con un doble propósito: garantizarles a ellas la venta de sus plantaciones y asegurarle al público consumidor verdaderos precios cuidados.

Barruti también apunta a desarmar las lógicas de concentración del mercado argentino: “Toda esta problemática tiene que ver siempre con lo mismo: el acceso a la tierra, a los insumos productivos, a los mercados, el rompimiento de las cadenas de distribución que solamente benefician a quienes las manejan y la inclusión e incorporación de mercados por fuera de los supermercados”.

¿Cómo se sale de la trampa alimentaria actual? “Existen muchas cosas para desarmar, romper y volver a armar”, propone Barruti. Tal vez sea hora de recuperar las recetas de las abuelas, desoír a las publicidades y empezar a comer más y mejor que el pancho y la Coca.

 

Esta nota forma parte del ciclo temático «¿Quiénes nos alimentan?», que cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo.

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