En menos de un mes tendrá lugar en Chile el plebiscito que decidirá la suerte de la nueva Constitución redactada por la Convención Constitucional el último año. De ser aprobada, será una de las más progresistas del mundo.
Escribe: Pablo Abufom Silva
Este texto forma parte de la serie «Convención Constitucional 2022», una colaboración entre Jacobin América Latina y la Fundación Rosa Luxemburgo.
Es imposible comprender el proceso constituyente en Chile sin hacer referencia a la revuelta popular de octubre de 2019, el acontecimiento que marcó el comienzo de un nuevo momento en nuestra historia. Esa revuelta fue la explosiva y sostenida irrupción de las masas populares en el espacio público, algo que no tenía lugar desde las jornadas nacionales de protesta contra la dictadura en 1983.
Los antecedentes de esa explosión de rabia son las décadas de luchas contra la progresiva precarización de la vida en el Chile posdictatorial encarnadas por las luchas estudiantiles, sindicales, feministas, anticoloniales y por los derechos sociales, que se sucedieron y entrelazaron entre 1990 y 2019. También vino a rendir frutos la crítica sostenida a la Constitución Política de la República (redactada por un comité designado por la dictadura y refrendada en un plebiscito fraudulento en 1980) planteada desde la izquierda chilena, que supo conquistar un lugar permanente en el sentido común democrático y progresista.
Pero el trasfondo más profundo de la revuelta —y lo que explica su deriva en un proceso constituyente— es una extendida crisis en el modo de organizar la reproducción social en el Chile actual, caracterizado por una economía rentista desgastada y volátil, una estructura social excesivamente desigual y un sistema de democracia representativa vía partidos políticos que es incapaz de representar las nuevas subjetividades engendradas por la crisis económica, particularmente los nuevos sectores precarizados y excluidos.
Esta crisis del modo de organizar la reproducción social en Chile explica que en un lapso de tiempo relativamente corto se haya transitado desde una fase de demandas sectoriales al Estado hacia un programa de cambio estructural desde la Constitución hacia abajo. Esa síntesis de los fragmentos dispersos se anunciaba ya en el Programa contra la Precarización de la Vida que se levantó en el Encuentro Plurinacional de Las Que Luchan a fines de 2018, y que fue el programa de la Huelga General Feminista del 2019, la movilización más masiva de la posdictadura antes de la revuelta de octubre.
Aquellas jornadas lograron algo que la izquierda radical en Chile no había logrado en 30 años: articular en un mismo proceso democrático a todos los sectores que habían estado luchando durante décadas, con el fin de tejer por fin un programa general para la clase trabajadora plurinacional de Chile. La síntesis programática resultante es una clara demostración de la potencia del feminismo, que ha acompañado a procesos políticos muy significativos en los últimos años (en Argentina, en Brasil, en España, en Colombia y la lista podría seguir). Esta es la razón por la que el proceso constituyente es la expresión más alta de la revuelta popular de octubre de 2019, si se considera el estado organizativo y de conciencia política de los sectores populares en Chile. La crisis había forjado a la fuerza un programa general del que ya no había vuelta atrás.
El conjunto de partidos políticos intentaron canalizar la rabia de la revuelta hacia un proceso institucional restringido, a imagen y semejanza de la democracia tutelada de la Transición. Intentaron negar la revuelta, buscando excluir a los sectores populares del proceso constituyente. Pero no fue posible. La puerta hacia la democratización había sido abierta violentamente por la revuelta, lo que hizo posible la participación de movimientos sociales y pueblos originarios, en un esquema paritario y con escaños reservados.
La elección de constituyentes, en mayo de 2021, mostró que una mayoría del país reconocía la responsabilidad de la derecha y la centroizquierda en la crisis. Por lo mismo, confió en representantes de movimientos sociales, independientes y militantes de partidos políticos que manifestaron un explícito compromiso antineoliberal. Pero además de la composición del órgano constituyente, el mismo proceso deliberativo y el resultado del texto constitucional dan cuenta de que, en los hechos, la Convención Constitucional fue la negación de la negación que había intentado el partido del orden en noviembre de 2019, cuando diseñó el proceso constitucional restringido.
Las y los constituyentes de sectores populares fueron la voz de un conjunto amplio de iniciativas de base para construir desde abajo el contenido de la nueva Constitución. Las asambleas territoriales y los movimientos sociales acompañaron el proceso constituyente en un periodo inédito de movilización de un nuevo tipo: no irrumpiendo de manera masiva en las calles, sino haciendo una experiencia de deliberación política sobre los derechos, la democracia, las instituciones y los principios orientadores de la vida en sociedad.
Es cierto que esperábamos una movilización de masas en las calles, similar a lo que fueron los momentos álgidos de la revuelta en octubre. Pero es importante recordar que todo esto se hizo posible pese a un gobierno de derecha que violó sistemáticamente los derechos humanos y una pandemia que golpeó todos los ámbitos de la vida y que interrumpió violentamente la presencialidad, condición de posibilidad de una movilización callejera masiva. Desde ese punto de vista, la movilización y la politización de base que acompañaron al proceso constituyente fueron consistentes con el espíritu masivo y radical de la revuelta.
Principales conquistas
En la nueva Constitución podemos encontrar tres ámbitos muy significativos en los que se logra salir de los marcos establecidos por la Constitución del 80: principios, derechos e instituciones. En primer lugar, la nueva Constitución está atravesada por un enfoque progresivo en términos de género, medioambiente, reconocimiento de pueblos originarios y apertura democrática. Esto se hace evidente a lo largo de todo el articulado, desde la definición del Estado hasta el catálogo de derechos.
El Estado, por ejemplo, es definido como «social y democrático de derecho (…) plurinacional, intercultural, regional y ecológico» (Art. 1), cuyo propósito central es proteger y garantizar los derechos humanos individuales y colectivos. La transversalidad de sus principios también queda en evidencia en el reconocimiento de las desigualdades estructurales en términos de género y entre las distintas naciones que habitan Chile. Ese reconocimiento se traduce en la idea de que Chile es una «república solidaria» cuya democracia es «inclusiva y paritaria», y que debe establecer mecanismos concretos de integración paritaria de sus instituciones. Además, instituye un tipo de Estado Regional que no solo entrega herramientas para descentralizar la política nacional, sino que también se abre a corregir algunas de las injusticias históricas propias de un Estado colonial establecido a la fuerza en territorios indígenas (Art. 187).
Finalmente, también es patente una orientación ambientalista en el nuevo texto constitucional, partiendo por el reconocimiento de la crisis ecológica y la necesidad de enfrentarla de manera decidida (Arts. 127 a 129). Es tal la importancia de este principio que se logra establecer un ámbito de bienes comunes naturales que son inapropiables (Art. 134), lo que contrasta radicalmente con la Constitución de 1980, en la que se cristaliza el paradigma contrario: la integración de todos y cada uno de los ámbitos de la vida al dominio de la apropiación privada.
En segundo lugar, haciéndole justicia a la revuelta que la hizo posible, la nueva Constitución establece un amplio catálogo de derechos, que se presenta como una herramienta jurídica fundamental para hacerle frente a la crisis de precarización que seguiremos viviendo en los próximos años (Capítulo II). Además de una actualización de la Constitución para integrar los estándares internacionales en materia de derechos humanos, el texto avanza en materias de derechos políticos, sociales y culturales a una situación que simplemente era inconcebible en el marco de la Constitución de 1980.
Por un lado, el sujeto de los derechos ya no es solamente la persona en un sentido abstracto, sino la realidad efectiva de la subjetividad plurinacional: niñas, niños y adolescentes, hombres, mujeres y disidencias sexuales, personas en situación de discapacidad, personas privadas de libertad, personas mayores, individuos y colectivos de distintas naciones, animales no humanos y la naturaleza en general. Por otro lado, los derechos garantizados contemplan las demandas históricas en materias de educación, salud, pensiones, vivienda, sexualidad y trabajo. Estos derechos tienen un carácter universal y su enunciación viene acompañada de una tendencia marcada a la creación de sistemas públicos nacionales con financiamiento fiscal que permitan asegurar su ejercicio.
Un avance muy significativo lo encontramos en los derechos colectivos del trabajo, agrupados bajo la noción de libertad sindical: derecho a la sindicalización, a la negociación colectiva y a la huelga (Art. 47). De este modo, el texto rompe constitucionalmente con el Plan Laboral de la dictadura, habilitando la posibilidad de un nuevo marco de relaciones laborales, pero sobre todo de un nuevo terreno para la organización sindical, tan debilitada y restringida actualmente.
Asimismo, el reconocimiento de «los trabajos domésticos y de cuidados [como] trabajos socialmente necesarios e indispensables para la sostenibilidad de la vida y el desarrollo de la sociedad» (Art. 49) implica un ensanchamiento del concepto de trabajo que por primera vez integra a un sector históricamente excluido tanto de los derechos colectivos tanto como de las cuentas nacionales y el diseño de políticas públicas. Complementado con un Sistema Integral de Cuidados (Art. 50), se abre una tremenda oportunidad para que un amplio sector de la clase trabajadora, niñas, adolescentes y mujeres, se organice para disputar los contenidos precisos de este nuevo campo de derechos. Notable es la inclusión del derecho a «una interrupción voluntaria del embarazo» (Art. 61), consagrando constitucionalmente una lucha centenaria del movimiento feminista.
A nivel del sistema institucional, por otra parte, es destacable la modificación del Poder Legislativo (actualmente compuesto por una Cámara de Diputados y un Senado) para establecer un bicameralismo asimétrico, con una Cámara de Diputadas y Diputados de carácter nacional y una Cámara de las Regiones que busca una representación territorial de las entidades regionales del país (Capítulo VII).
Claro que esta modificación no es una garantía inmediata de una apertura democrática para los sectores populares; pero, combinada con las Iniciativas Populares para proponer o derogar leyes así como con los mandatos al Estado de garantizar una participación incidente o vinculante a nivel local, regional y nacional, es esperable que se abra un periodo renovado de disputa política en todos los niveles institucionales. Estos cambios se enlazan con una tendencia a la autorrepresentación política de sectores populares organizados, que desde las elecciones municipales y constituyentes del 2021 han apostado por abrirse un lugar en la lucha política con una voz propia y respaldada socialmente.
Finalmente, quisiera referirme brevemente a la dimensión económica en la nueva Constitución. Un cambio significativo con respecto a la Constitución actual es la participación del Estado en la economía, habilitada en el nuevo texto en términos más amplios y proactivos. Este es uno de los ámbitos en los cuales se abandona el principio subsidiario, según el cual el Estado solo puede intervenir en ámbitos en los cuales los privados no estén ya presentes, es decir, una iniciativa económica meramente residual.
La nueva Constitución reconoce la «iniciativa [del Estado] para desarrollar actividades económicas, mediante las formas diversas de propiedad, gestión y organización que autorice la ley», todo ello siguiendo los «objetivos económicos de solidaridad, pluralismo económico, diversificación productiva y economía social y solidaria» (Art. 182). Esta iniciativa se extiende además al poder local —representado por las comunas autónomas—, al que se le reconoce la facultad de crear empresas para poder cumplir sus funciones (Art. 214). Con respecto al Banco Central, se amplían los criterios que debe tomar en cuenta para «contribuir al bienestar de la población», incluyendo aspectos financieros, laborales, y medioambientales (Art. 358).
Todo lo anterior apunta a una rehabilitación del rol del Estado en la economía, en un sentido amplio y con criterios democráticos. ¿Será posible en este contexto ir más allá de la tradicional creación de empresas públicas con un gobierno corporativo capitalista hacia la planificación democrática del desarrollo a nivel local, regional y nacional? Los desafíos planteados por la crisis económica y ecológica global requieren, hoy más que nunca, que la economía se libere de las restricciones y mezquindades que le impone la obsesión capitalista con la ganancia y que los sectores populares adquieran más y más poder para definir qué, dónde, cómo y para qué se produce.
Significado político de un triunfo del Apruebo
Naturalmente, todo lo anterior no es nada más que lo que ha quedado establecido en la propuesta de nueva Constitución. Nada más, pero tampoco nada menos. Ese texto no es solo un conjunto de frases, sino la cristalización de un proceso de disputa política en medio de la crisis más profunda de nuestra generación. Por lo mismo, se trata de un dispositivo que sienta las bases para las luchas políticas de las próximas décadas. El proceso es constituyente porque engendró una nueva Constitución, pero también porque en su seno se está constituyendo una nueva fuerza política que se va a proponer implementar y profundizar esa Constitución.
Dicho de otro modo, de aprobarse en el plebiscito del 4 de septiembre, la nueva Constitución se instalará como el programa mínimo de toda fuerza transformadora en Chile. Esto pone a la izquierda en un lugar inédito, en el que su relato se reorientará desde el «desmontaje» del neoliberalismo a la implementación de un programa democratizante y de derechos sociales. De allí que el plebiscito se presente como un hito estratégico en la larga historia de la lucha de clases en Chile: será el momento en el que comience la contraofensiva de la clase trabajadora, por fin capaz de salir del arrinconamiento en el que la mantuvo la doble derrota del golpe de 1973 y la transición neoliberal iniciada en 1988.
No será el triunfo de su contraofensiva, ni siquiera su batalla principal, sino tan solo el comienzo de la posibilidad de salir de la mera resistencia y la modernización de su propia precariedad, para pasar a una etapa en la que la lucha política tendrá como piso una Constitución en parte creada, defendida y aprobada por los pueblos.
No hay que confundirse: este no es un escenario ideal, porque a nivel mundial vivimos una de las peores crisis del capitalismo y no podemos descartar que ésta se resuelva en un nuevo autoritarismo conducido por la reemergente derecha nacionalista, conservadora y antipopular. Pero por ello mismo se abre un desafío muy concreto: que las fuerzas sociales y políticas que participaron en el proceso constituyente logren conformar una alternativa que convoque a los sectores populares a seguir profundizando el proceso de transformación estructural que inauguró la revuelta. Esa profundización tendrá que discurrir tanto por la vía de la movilización de masas que le otorgue sostén programático y fuerza viva, como por la vía de las disputas institucionales —electorales o no— que permitan la construcción de trincheras firmes contra la precarización de la vida y el avance callejero e institucional del fascismo, las principales amenazas del momento.
Aspectos pendientes
Desde el punto de vista de las posibilidades efectivas que se abrieron para un cambio constitucional, es sorprendente que hayamos llegado tan lejos. De ser aprobado, el texto que se nos propone representaría una de las constituciones más progresistas del mundo.
No solo pone a Chile a la altura de los estándares internacionales en términos de derechos humanos, sino que además establece algunos elementos inéditos en la experiencia comparada, como el reconocimiento del trabajo doméstico y de cuidado que se propone avanzar hacia su socialización, el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo como un mínimo en términos de derechos sexuales, y un reconocimiento de la existencia de la crisis ecológica y los desafíos que conlleva. Sin duda que hay un quiebre con la trayectoria neoliberal chilena. Pero es un quiebre muy a la chilena, dentro de ciertos marcos institucionales y sin la intervención de una izquierda fuerte que vaya más allá del horizonte progresista antineoliberal o socialdemócrata.
Pese a lo enorme de los avances, existen en todo esto dos aspectos pendientes, en el sentido de que pueden formar parte de la siguiente fase de este mismo proceso constituyente. Uno es profundizar la desprivatización, algo que requiere, en primer lugar, la implementación legislativa de los artículos sobre bienes comunes inapropiables como el agua y, en segundo lugar, una ampliación de los servicios públicos y ámbitos productivos sobre los que el Estado debiese tener una prioridad en términos de propiedad y gestión.
Particularmente importante resulta aquí que la renta minera deje de estar a merced del sector privado, puesto que la posibilidad de financiar los derechos sociales requiere que esa renta esté al servicio de lo público. Esta no es una lucha meramente legislativa o constitucional, sino que es una batalla por el corazón del excedente nacional.
Otro aspecto que requiere mayor extensión y profundización es la socialización del poder político, en especial la creación de mayores ámbitos de democracia directa que permitan seguir abriéndole lugar a las masas que han sido excluidas de la política. Una reconfiguración de los criterios para la participación en cargos de elección popular dio muy buenos resultados en la Convención Constitucional: la paridad de género, los escaños para pueblos originarios y la apertura a listas de independientes debieran ser un mínimo democrático de ahora en adelante, dado que permiten una representación efectiva de la diversidad de los pueblos de Chile.
Pero no basta con los cargos en el Estado. La crisis política actual exige una reconfiguración del modo en que circula el poder en Chile, altamente concentrado en instituciones cerradas. En este largo periodo de politización que estamos viviendo, las instituciones deben volverse permeables a la creatividad de las masas, y la infraestructura pública debe ser puesta a disposición de la comunidad. Con esto no me refiero a consultas más sofisticadas o una incidencia limitada. Me refiero a instancias u organismos que permitan una planificación democrática de los recursos a nivel local, regional y nacional. La democracia que necesitamos es una que rompe la separación entre lo político y lo económico, poniendo en manos de los pueblos los presupuestos y planes para su propio desarrollo.
Finalmente, sigue pendiente en Chile la erradicación de la impunidad por las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, en la Transición y en el contexto de la revuelta. Esas capas superpuestas de impunidad solo fortalecen a los sectores más reaccionarios, que miran con gusto que las Fuerzas Armadas cuenten con vía libre para violentar al pueblo y para experimentar con nuevas tácticas en tiempos de crisis. El fin de la prisión política y de la impunidad en las fuerzas armadas tiene un carácter estratégico: la impunidad de hoy es garantía de repetición en el futuro.
¿Cómo explicar el ascenso del «Rechazo»?
El centro y la derecha, los gremios empresariales, los grupos conservadores y los grandes medios de comunicación (todos de derecha) siempre han estado en contra de un cambio constitucional. La Constitución de 1980 les acomoda, y lo han hecho saber. Le temen a las instituciones democráticas que incluyen la amplia diversidad del pueblo, y cuando se abren a reformas creen que deben estar en manos de «expertos», controlados o financiados por la élite.
Tuvieron que aceptar este proceso constituyente, pero han estado en contra desde el comienzo. Han hecho campaña en contra de la nueva Constitución incluso desde antes de que se redactara un solo artículo. Su campaña ha estado plagada de odio y mentiras, afirmando cosas como que la nueva Constitución solo traerá caos y pobreza. Incluso se oponen a que se distribuya el texto de la nueva Constitución… ¡Se oponen a que la gente lo lea!
El hecho es que nos llevan ventaja. Llevan más de un año haciendo campaña contra el proceso constituyente y ha surtido efecto en las encuestas. En medio de una crisis económica de alto impacto, han construido un mono de paja al que se atribuye el origen de todos los miedos. Sus mentiras han calado hondo: hay personas que realmente creen que con la nueva Constitución van a perder sus casas y sus pensiones, o que el aborto será legal hasta los nueve meses, o que las personas de pueblos indígenas tendrán «privilegios» por sobre el resto de los chilenos. Sin entrar en el detalle de los tropos antifeministas, racistas y antipopulares que han puesto en juego, son temores que tienen un sustento inmediato en la crisis, que amenaza a algunos sectores populares efectivamente con perder lo poco que tienen. Pero también tienen un sustento histórico más hondo.
En Chile, el único sector que ha traído caos y pobreza, además de masacres, ha sido la oligarquía, la misma que llevó a cabo una doble guerra de expansión a fines del siglo XIX hacia el Norte contra Perú y Bolivia y hacia el Sur contra los Mapuche; la misma que conspiró con la CIA para boicotear a la Unidad Popular y organizó un golpe de Estado y una dictadura de casi dos décadas; la misma que ha defendido con uñas y dientes el statu quo precarizador del neoliberalismo en Chile.
En cierto sentido, los temores profundos de los pueblos de Chile responden a la crueldad con la que la élite ha defendido siempre sus privilegios. Cuando anuncian que viene el caos y la pobreza, todos sabemos en lo más profundo del inconsciente intergeneracional que es la amenaza del patrón contra el subalterno rebelde. Claro que este no es un razonamiento enteramente consciente, pero sin dudas esa dimensión histórica profunda también entra en juego en la coyuntura actual.
Gabriel Boric y la nueva Constitución
Es evidente que la revuelta del 2019, el proceso constituyente y el gobierno de Boric forman parte de un mismo cuadro en el amplio proceso de cambio que experimentamos. La valoración que se tenga de cada uno y su relación mutua, probablemente sea lo que defina los matices de las distintas posiciones políticas en el Chile de hoy.
El gobierno de Boric está en una situación muy compleja porque una parte importante del programa de su coalición, Apruebo Dignidad, depende de una reforma tributaria progresiva (y agresiva) y de un empuje —como el de la nueva Constitución— que habilite un proceso de garantización gradual de los derechos sociales. Sin ese respaldo doble su programa se diluye, y se verá obligado esencialmente a administrar el ajuste (y con ello continuar la represión de quienes se resistan, algo que hasta ahora ha tenido que hacer).
Los primeros meses del gobierno fueron muy débiles en términos de abordar las necesidades más urgentes de la población, y la gran aprobación con la que llegó a La Moneda se desinfló rápidamente. Recién ahora, cinco meses más tarde, logra comenzar a recuperarse gracias a la implementación de medidas concretas con un impacto directo en la reproducción cotidiana de la clase trabajadora. Pero esta debilidad ha significado que la identificación entre gobierno y nueva Constitución sea riesgosa para ambos.
Boric necesita la nueva Constitución y el proceso constituyente necesita un gobierno comprometido con la difusión del texto y su implementación una vez aprobado. A la vez, el gobierno sabe que un triunfo del «Rechazo» sería un golpe a su iniciativa política durante un buen tiempo. Y, por su parte, al proceso constituyente no le conviene que su destino esté tan vinculado al gobierno de una coalición que representó posiciones de centro —y a ratos conservadoras— dentro de la discusión constitucional y que está tan expuesto a golpes tanto por izquierda como por derecha.
En pocas palabras, se trata de una situación de alta complejidad que ninguna posición unilateral puede resolver. Todo parece indicar que el avance del «Apruebo» vendrá de la mano del activismo que están llevando a cabo sectores de las coaliciones de gobierno, y sobre todo del despliegue territorial intensivo que están realizando los movimientos sociales a través de sus redes territoriales y el capital político de quienes fueran sus representantes en la Convención Constitucional.
Los sectores reaccionarios ya desplegaron su campaña de mentiras y temores, y no parecen tener otra táctica a mano. Por lo mismo, es esperable que una vez que la propuesta de nueva Constitución sea conocida y se reconozcan los avances que implica, el «Apruebo» gane terreno y triunfe en el plebiscito. De todos modos, no hay que confiarse. Es una votación que no se definirá sino hasta el último minuto, y cada paso dado por partidarios y opositores tendrá peso en los resultados.
La izquierda y el eterno problema de la alternativa política
No quisiera concluir este balance del momento constituyente en Chile sin referirme a las oportunidades y desafíos que se abren para la acción política de la clase trabajadora, que hoy pareciera enfrentarse a la posibilidad real de una acción unificada en torno a un programa constituyente e independiente de los sectores que han administrado el régimen.
El proceso constituyente nos ha permitido constatar que estamos viviendo una fase de superación de la fragmentación programática que había caracterizado al movimiento popular en el ciclo transicional entre 1990 y 2019. La nueva Constitución se presenta, sin duda, como el piso de unidad programático más firme que han tenido los sectores populares desde la Unidad Popular. La amplitud de demandas que logra integrar en un mismo momento político (que no es solo el texto constitucional, sino el proceso constituyente) habilita un periodo de unificación de la acción política de la clase trabajadora. Esta unificación no había sido posible bajo la política antineoliberal del Partido Comunista o el Frente Amplio, mucho menos bajo la política dispersa y mayormente sectaria del archipiélago de organizaciones militantes que conforma hasta ahora nuestra izquierda radical.
Pero la experiencia de lucha política inédita que abrió la revuelta ofrece un nuevo horizonte. La revuelta no tuvo como fin solamente el cumplimiento de una serie de demandas sectoriales, sino que convocó a los pueblos detrás de una transformación global más profunda. A esa experiencia se sumaron millones de personas en todo el país, que participaron en asambleas territoriales, levantaron candidaturas constituyentes y siguieron activamente los debates constitucionales.
La lucha por la libertad de los presos políticos, los espacios de resistencia cotidiana ante la pandemia y la crisis, la participación en las campañas políticas por el plebiscito de 2020, por la segunda vuelta presidencial de 2021 y el próximo plebiscito de este 2022 y la constante exposición a un debate sobre los principios, derechos e instituciones que deben estar contenidos en la nueva Constitución son todos momentos de una experiencia común que trasciende los límites de las luchas sociales que conocimos en el ciclo anterior. Esa experiencia, que no es otra que una incipiente participación en la lucha por el poder, se ve hoy ante la probabilidad de un triunfo en el plebiscito, lo que desencadenará sin duda la apertura de un nuevo ciclo político en Chile. Ese ciclo tendrá como punto de partida la experiencia de un pueblo que despertó, se ilusionó, luchó y ganó una batalla constituyente.
Pero esa probabilidad de triunfo estará acompañada por la necesidad de encabezar la implementación del cambio, de asegurarse que los términos en los cuales cobra vida el texto constitucional sean los del pueblo y no los de los partidos transicionales, que esperan ansiosos a retomar la iniciativa. Aquí es donde surge la principal dificultad del momento actual. Del mismo modo que la revuelta encontró a los sectores populares sin una fuerza organizada que pudiera cumplir los términos de su levantamiento (renuncia de Sebastián Piñera, Asamblea Constituyente sin la tutela que finalmente tuvo, libertad de los presos políticos y un retroceso de la política represiva y precarizadora del Estado), hoy nos enfrentamos a un eventual triunfo del Apruebo en una situación orgánica por debajo de las exigencias del momento.
Lo primero que podemos constatar es que la implementación de la nueva Constitución será un proceso de fuerte disputa política entre sectores que representan distintos grados de acuerdo con su contenido. Las derechas —el ultraderechista Partido Republicano y el conglomerado Chile Vamos— se han planteado abiertamente en contra y son las fuerzas que se movilizan tras el «Rechazo». La centroizquierda (por falta de un mejor nombre) representada por la Concertación y los sectores liberales del Frente Amplio cree que es necesario aprobar y hacer reformas inmediatas a la nueva Constitución.
La izquierda, encarnada por la mayoría de la coalición Apruebo Dignidad, así como por los movimientos sociales, pueblos originarios y el archipiélago de organizaciones militantes, es el sector que mayor compromiso expresa con la nueva Constitución y la necesidad de implementarla y profundizarla. Ahora bien, una parte de la izquierda se encuentra en el gobierno, y por lo tanto su independencia para defender la nueva Constitución se verá comprometida por ello, puesto que deberá negociar con el resto de las coaliciones gobernantes para mantener su posición.
Esto abre la posibilidad para la conformación de una alternativa política independiente al gobierno que asuma la tarea de defender, promover y eventualmente conducir la implementación de la nueva Constitución, que es un proceso que durará décadas. El problema es que esa alternativa todavía no existe.
A lo largo de este texto he ido elaborando la idea de que hay dos aspectos inéditos en la historia reciente de la clase trabajadora de Chile. Primero, que las múltiples demandas sectoriales han avanzado hacia una síntesis programática, primero en el Programa contra la Precarización de la Vida del movimiento feminista y luego en el proyecto de nueva Constitución. Segundo, que la experiencia de lucha política que abrió la revuelta y el proceso constituyente es el fundamento sobre el que se puede levantar una alternativa que no solo implemente una Constitución moderna, progresista y democrática, sino que además ofrezca un horizonte transformador desde una perspectiva anticapitalista, feminista, ecosocialista y plurinacional.
Pero esas novedades de nuestra historia reciente van acompañadas de una certeza que ha durado décadas: ese bloque que hoy son las fuerzas populares constituyentes siguen en un momento de doble debilidad organizativa y estratégica. Es una debilidad estratégica porque los debates sobre el desarrollo de la capacidad política de la clase trabajadora para hacer una transformación revolucionaria de la sociedad han quedado reducidas a discusiones bizantinas de núcleos militantes (que muchas veces parecen más clubes de historia que organizaciones de cuadros) o porque han sido relegados a segundo plano por un movimiento popular atravesado por la urgencia de la coyuntura. Esto ha implicado una desconexión entre el esfuerzo por alcanzar conquistas sociales y una mirada de largo plazo que vincule esas conquistas con una transformación global.
El proceso constituyente representa un primer atisbo de lo que significa plantearse un plan de lucha que no incluya solo una serie de tácticas y reivindicaciones, sino sobre todo una visión acerca de los sujetos, las herramientas y los caminos que deben transitarse para saltar de un ciclo histórico de derrota a uno de contraofensiva para asegurar una salida transformadora a la crisis actual. Pero las fuerzas populares constituyentes también se encuentran en una debilidad organizativa. Esto quiere decir que son fuerzas todavía dispersas, cada una pequeña en términos cuantitativos, y sin suficiente poder para lograr conquistas duraderas.
Y este problema no se resuelve encontrando objetivos compartidos de corto plazo, el diseño organizativo más adecuado o apelando a una voluntad de unidad por la unidad. Cierto es que el pueblo unido jamás será vencido. ¿Pero qué es lo que define a un «pueblo unido»? Me aventuro a cerrar este texto con una hipótesis para el momento actual.
Hoy la unidad tiene sus mejores oportunidades en la experiencia política reciente: desde la revuelta hasta la campaña por el Apruebo, pasando por la lucha por los derechos humanos y la resistencia comunitaria en pandemia, porque ha sido una experiencia común, compartida por diversos sectores de la clase trabajadora plurinacional de Chile, en un breve e intenso periodo de tiempo.
La conformación de un vocabulario y un repertorio táctico compartido en torno a la revuelta y el proceso constituyente hacen posible crear un espacio de encuentro para el debate político entre movimientos sociales, coordinadoras activistas, colectivos y asambleas, organizaciones militantes, y otros esfuerzos comunitarios que identifican la necesidad de un frente unido para el ciclo político que se abre el 5 de septiembre.
Junto a ello, la nueva Constitución se presenta como el piso programático común sobre el que se proyectan las próximas décadas, una especie de programa mínimo del ciclo. La revuelta y el proceso constituyente pusieron en primer plano a un conjunto de vocerías políticas, representantes de la amplia diversidad de la clase trabajadora en Chile, encarnada en dirigencias feministas, medioambientalistas, indígenas, sindicalistas, habitantes de todas las regiones, con y sin título universitario, con y sin militancia política. Algunas fueron elegidas convencionales, otras trabajaron en sus equipos para la Convención, otras se mantuvieron en el territorio agitando los procesos de autoorganización. Esas vocerías hoy son una voz popular reconocida masivamente, y deben cumplir un rol en los procesos de unidad.
Esa experiencia hecha codo a codo por los sectores populares constituyentes, ese programa común con la nueva Constitución como punto de partida y esa voz popular con llegada a las masas apuntan a la posibilidad de comenzar a construir hoy un frente político desde los movimientos sociales que recoja la experiencia reciente y se vuelque a organizar la politización en curso para enfrentar el ciclo que se abre.
Es evidente la necesidad de un espacio organizado común para que enfrentemos las disputas que vendrán con la mayor coordinación posible, a través de una construcción democrática de la orientación política de todo nuestro activismo y nuestra lucha. Será necesario sacar las lecciones de las alianzas políticas sin acuerdos programáticos y de la tendencia a abandonar los debates estratégicos de mediano y largo plazo para privilegiar las salidas tácticas coyunturales (electorales, sectoriales, territoriales), que son riesgos muy reales vividos por la izquierda chilena reciente.
Pero pareciera que hoy nos encontramos ante una ventana de posibilidad inédita para construir en el presente una alternativa política que no retroceda ante las contradicciones y las dificultades, y que siga profundizando desde abajo la potencia revolucionaria de la huelga general feminista, la revuelta popular y el proceso constituyente.