Cartografiando las resistencias

Releer a Rosa Luxemburgo desde Nuestra América en un nuevo aniversario de su cobarde asesinato -que hoy podemos catalogar sin tapujos como femicidio y crimen de Estado- nos obliga a desandar lugares comunes, estigmas antojadizos y falsas acusaciones que, tras su muerte, ensombrecieron los numerosos y potentes aportes de esta marxista tan original como injustamente desconocida dentro del crisol de tradiciones revolucionarias. Es sabido que al poco tiempo de ser ultimada el 15 de enero de 1919 junto a Karl Liebknecht, a manos de soldados de ultraderecha, sus planteos más osados y sugestivos cayeron en saco roto, y un manto de sospecha ensombreció su legado teórico-político.

Por Hernán Ouviña, Herramienta

“Siempre ha sido privilegio de los ‘epígonos’ tomar hipótesis fértiles,

convertirlas en un dogma rígido y quedarse ufanamente satisfechos,

mientras la mente pionera está llena de duda creadora”

Rosa Luxemburgo

Si en vida recibió los más variados insultos y agresiones por parte de quienes veían con peligro su coherencia ética y su pasión militante (desde “bruja”, “puta”  e “histérica”, hasta “mocosa” y “traidora a la patria”), una vez muerta pasó a ser considerada “espontaneista”, “anti-organizacional”, “anarquizante” e “internacionalista intransigente”, a tal punto que hubo quienes como Ruth Fischer -encumbrada dirigente stalinista del Partido Comunista Alemán- llegarán a expresar que era preciso extirpar, a como dé lugar, el “virus sifilítico” luxemburguista de las filas de la izquierda.

Será recién con el cataclismo político e intelectual generado al calor del ciclo que se abre en 1968 y 1969 a nivel global, y que va del triunfo del Tet en Vietnam a las revueltas estudiantiles en París, México y Alemania, pasando por los levantamientos populares en Córdoba, Rosario y otras provincias de Argentina, lo que haga emerger una coyuntura propicia que torne urgente la exhumación de tradiciones y corrientes políticas eclipsadas por la socialdemocracia reformista europea y por el comunismo ortodoxo de la URSS.

En este contexto, Rosa vuelve a cobrar vida como marxista incómoda y heterodoxa, que brinda pistas para denunciar los límites de la democracia burguesa, pero también tomar distancia de las lógicas burocráticas y autoritarias predominantes en los llamados “socialismos reales”. Y de igual manera, es traída al intenso presente en ese entonces, con el propósito de interpretar procesos de insubordinación popular y huelgas políticas de masas que, como en el caso del Cordobazo, desbordan a las dirigencias sindicales para dinamizar, sin tutela alguna, luchas con potencialidad anti-sistémica en las calles.

No obstante, el reflujo que le sucedió a este ciclo de protesta y descontento planetario, signado por una contrarrevolución que supuso un ejercicio generalizado del terrorismo estatal y paramilitar en gran parte de Nuestra América y en otras latitudes del sur global durante los años setenta y ochenta, así como el estatismo autoritario y la ofensiva neoliberal desplegada en Europa en esas décadas, combinadas con el desconcierto y la desazón como consecuencia de la implosión de los regímenes autodenominados socialistas, hicieron menguar la vitalidad del marxismo como concepción del mundo y brújula para la acción transformadora.

El ciclo de luchas populares e impugnación al neoliberalismo en la región que irrumpió durante los años ’90, fue la oportunidad para que Rosa retorne como una referencia teórico-política cada vez más importante de las resistencias desplegadas a lo largo y ancho del continente, por movimientos sociales y organizaciones de base inéditas. El Caracazo de 1989, la rebelión indígena en territorio ecuatoriano en 1990, la conmemoración de los 500 años de resistencia a la opresión colonial en 1992 y el alzamiento zapatista el 1 de enero de 1994 en Chiapas, la guerra del agua en Cochabamba, el 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina, así como un sinfín de procesos de insubordinación de masas, resultaron hitos precursores de esta nueva fase de protesta y descontento, pero también de autoafirmación y construcción de poder territorial que, con vaivenes y altibajos, se mantiene en pie más allá de las alternancias gubernamentales de uno u otro pelaje ideológico, y que en los últimos años parece haber cobrado un nuevo impulso de la mano de los movimientos feministas y popular-comunitarios.

Más allá de esta presencia espectral en las sucesivas oleadas de luchas en nuestro continente, Rosa continúa siendo una de las mejores exponentes de un marxismo no anquilosado, que tiene a la dialéctica como núcleo fundamental y concibe a la revolución en los términos de un arduo proceso signado por el protagonismo de las masas, e involucra una visión del socialismo como alternativa civilizatoria integral, frente a una barbarie capitalista que no da de comer ni de amar. Desde una mirada indisciplinada, sus aportes resultan hoy sumamente vigentes para potenciar las construcciones de base y los proyectos que, a diario, sostienen e irradian aquel crisol de organizaciones y movimientos populares surgidos al calor del ciclo de impugnación al neoliberalismo, y que ejercitan con el cuerpo, el corazón y las ideas una crítica despiadada de todo lo existente.

Por lo tanto, nos proponemos relevar y compartir algunas de las principales contribuciones formuladas por Rosa, como marxista de enorme actualidad para estos tiempos de crisis donde lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no termina de nacer. En particular, consideramos que su lectura del entrelazamiento entre capitalismo y colonialismo, para entender de forma más compleja e interrelacionada las dinámicas de explotación y despojo, así como su vocación por amalgamar la denuncia y confrontación contra el patriarcado, con el impulso y la relevancia de la lucha de clases, de manera tal que todas estas modalidades de dominio y opresión puedan combatirse desde una perspectiva integral, hoy cobra una enorme actualidad en función de las resistencias campesinas, indígenas, afroamericanas, migrantes, feministas, anti-extractivistas y en defensa del buen vivir, tanto en los ámbitos rurales como en los urbano-populares.

La explotación capitalista y el despojo colonial

Una primera cuestión que resulta de extrema originalidad en Rosa, en la medida en que supo anticipar dentro del marxismo la enorme relevancia que han tenido y tienen las luchas campesinas e indígenas contra el despojo de los bienes comunes y en defensa de sus territorios, es su relectura y actualización de la inconclusa obra de Marx, en particular de El Capital. Tal como nos recuerda György Lukács, es en La acumulación del capital donde ella expresa de mejor manera su perspectiva de totalidad y la interpretación del marxismo. De acuerdo al marxista húngaro, “para el método dialéctico todo -sea lo que sea- gira siempre en torno al mismo problema: el conocimiento de la totalidad del proceso histórico”, ya que esta categoría es la única capaz de brindar una visión de conjunto (Lukács, 1984: 112)[1].

Para Rosa el capitalismo como totalidad no implica solamente la explotación de la clase trabajadora por parte de la burguesía, ni tampoco involucra meramente en su constitución y consolidación a Europa como territorio exclusivo, sino que supone de manera ineludible -en particular en su faceta imperialista y visto desde nuestra realidad latinoamericana- una dinámica de colonialismo y sujeción de comunidades y pueblos enteros de la abigarrada “periferia”, a los que se busca diezmar y expoliar en función de la avidez de acumulación capitalista de los autodenominados centros de poder global.

Desde finales del siglo XIX, ella se encarga de denunciar la expansión brutal de los imperios y potencias europeas hacia África y América, así como las consecuencias profundamente negativas que este avasallamiento implica para las formas de “economía natural” y modos de vida de las poblaciones autóctonas, aunque no desde una mirada derrotista que celebre la inevitabilidad de dicho proceso violento. Antes bien, Rosa confronta con las posiciones chauvinistas (ancladas en un positivismo extremo y en teorías evolucionistas en boga por esta época) de sectores importantes de la socialdemocracia alemana y de otros países, que llegan incluso a postular –sin sonrojarse– la necesidad de una “política colonial socialista”.

Es importante entender que esta defensa enconada de la política colonial por ciertos referentes del reformismo, puede ser leída como síntoma y contracara de la hipótesis esbozada por Eduard Bernstein en sus artículos revisionistas, acerca del mejoramiento relativo de las condiciones de vida de la clase obrera europea que venía a impugnar las –de acuerdo a su visión– erradas interpretaciones de Marx en torno a la pauperización del proletariado, y contra los que Rosa confronta ya a comienzos del siglo XX (Bernstein, 1982; Luxemburgo, 1976). En sentido estricto, la enorme y heterogénea periferia colonial y neocolonial que intenta visualizar y dotar de relevancia Rosa, constituía en efecto el “lado oscuro” que tornaba posible la emergencia y sostenimiento en el tiempo de una aristocracia obrera cada vez más integrada al engranaje del capitalismo, y que a su vez ralentizaba la tendencia a la crisis propia de este sistema-mundo en un contexto signado por una nueva fase de carácter imperialista. De ahí la insistencia de ella en sostener la perspectiva de la totalidad en el análisis de todo proceso histórico, incluido por supuesto el del capitalismo en su período de mayor belicismo y rapiña.

En un clima de creciente conflictividad, que preanuncia la guerra inter-imperialista y de conquista pronta a desencadenarse, Rosa publica en 1913 La acumulación del capital, libro en el que desarrolla precisamente un análisis minucioso del capitalismo. Producto de su estudio detallado de economía política y de las clases de la Escuela de formación política del partido en Berlín, en esta obra postula la necesidad de analizar con ojo crítico el planteo de Marx en El Capital, ya que, de acuerdo a su lectura, lo que formula en él es un esquema teórico que hace abstracción del proceso histórico real a partir del cual se ha configurado –y desde ese entonces se expande y reproduce– el capitalismo como sistema mundial.

Para validar su hipótesis, Rosa nos recuerda que Marx en el tercer tomo de su monumental e inconclusa obra –donde expone el proceso total de la producción capitalista– expresa textualmente: “Figurémonos la sociedad entera compuesta únicamente de capitalistas y obreros industriales”, así como en el primer tomo aclara en igual sentido que “para conservar el objeto de investigación en su pureza, libre de circunstancias secundarias que lo perturben, tenemos que considerar y presuponer aquí el mundo total comercial como una nación; tenemos que suponer que la producción capitalista se ha establecido en todas partes” (Luxemburgo, 1967: 252-253).

Sin embargo, según Rosa este esquema no se corresponde con el devenir histórico concreto, ya que “en realidad no ha habido ni hay una sociedad capitalista que se baste a sí misma, en la que domine exclusivamente la producción capitalista” (Luxemburgo, 1967: 266). En una de las primeras lecturas desde América Latina del libro de Rosa, Armando Córdova ha retomado sus planteos para coincidir en que el resultado de El Capital fue un modelo teórico abstracto, homogéneo y cerrado del modo capitalista de producción: “Abstracto, porque en él se dejan de lado las circunstancias históricas concretas en busca de las relaciones esenciales al capitalismo. Homogéneo, porque supone una totalidad integrada únicamente por dos clases, capitalistas y obreros. Cerrado, porque al abarcar con esa totalidad todo el mundo teórico, se consideraba a las relaciones internacionales como elementos endógenos al modelo” (Córdova, 1974: 21). De ahí que concluya que obviamente “de este modelo abstracto, homogéneo y cerrado no podía derivarse una interpretación de lo que hoy denominamos subdesarrollo”.

Es en función de esta interpretación que para Rosa resulta imprescindible dar cuenta de la génesis y constitución del capitalismo, demostrando su historicidad y poniendo el foco en los territorios y realidades no subsumidas aún (de manera parcial o total, con variados grados de intensidad) a la lógica de acumulación capitalista. Este proceso –por definición violento– implica una dinámica constante que aspira a desarticular aquellas formas comunitarias y de propiedad colectiva de la tierra (las cuales, en palabras de Rosa, hacen parte de las “economías naturales”) que aún resisten en la periferia del mundo, así como de despojo y privatización de bienes comunes y su conversión en mercancías.

Así, en La acumulación del capital explica que “el capital no puede desarrollarse sin los medios de producción y fuerzas de trabajo del planeta entero. Para desplegar, sin obstáculos, el movimiento de acumulación, necesita los tesoros naturales y las fuerzas de trabajo de toda la Tierra. Pero como éstas se encuentran, de hecho, en su gran mayoría, encadenadas a formas de producción precapitalistas (…) surge de aquí el impulso irresistible del capital a apoderarse de aquellos territorios y sociedades” (Luxemburgo, 1967: 280). Esta lógica expansiva por parte del capital, involucra un avance incesante sobre el medio social no capitalista que lo rodea, vastos territorios y realidades que se encuentran sustraídos de esta dinámica expoliadora.

Lo sugerente del planteo de Rosa es que no interpreta a la acumulación originaria exclusivamente como un “momento” acotado en términos históricos (por caso, el acontecido y culminado en Inglaterra siglos atrás, que Marx describe en el conocido capítulo XXIV de El Capital), sino en tanto proceso permanente que se reimpulsa y actualiza al calor de las crisis y reestructuraciones periódicas del capitalismo como sistema global, en particular en realidades y territorios como los que componen América Latina y el Caribe. Por ello, además de articular la dimensión temporal (histórica o diacrónica) con la espacial (geo-política y de expansión territorial), traza un estrecho paralelismo entre aquel cercamiento de tierras analizado por Marx en Inglaterra, y la política imperialista desplegada a escala planetaria por las principales potencias a comienzos del siglo XX[2].

Aún no ha sido suficientemente reconocido el aporte sustancial de Rosa para con las regiones periféricas del mundo, a las que dio visibilidad en la gestación y despliegue del capitalismo como sistema-mundo. En palabras de Ángel Palerm, uno de los antropólogos latinoamericanos más sugerentes, “las teorías contemporáneas sobre el imperialismo y el colonialismo, el intercambio asimétrico y las causas del subdesarrollo económico deben mucho más a Rosa Luxemburgo de lo que sus presuntos autores confiesan” (Palerm, 1980: 78). En efecto, a través de sus lúcidas reflexiones se hace posible reconsiderar la historia del capitalismo –sumamente abstracta desde el punto de vista desarrollado por Marx en El Capital– a la luz del devenir concreto de sus vínculos de interdependencia económica y política con los territorios y segmentos coloniales o “subdesarrollados”, en función de una dialéctica centro-periferia (también enunciada bajo la dicotomía metrópoli-colonia), donde lejos de operar mecanismos meramente comerciales o financieros, el poder de los Estados, las guerras de conquista, los procesos violentos de apropiación y las relaciones de fuerza asimétricas, son una constante de importancia primordial.

Cabe aclarar que la relevancia que Rosa le otorga a esta dimensión de la acumulación capitalista signada por las disputas y resistencias contra el despojo en las regiones periféricas y los territorios rurales, no equivale a desmerecer la centralidad de la lucha de clases en los ámbitos productivos urbanos donde la burguesía somete a la clase obrera, ni desvalorizar el antagonismo capital-trabajo como forma específica de dominio y apropiación de plusvalía en la sociedad capitalista. En efecto, son diversos los artículos, libros y borradores en los que destaca el rol del proletariado y pondera su papel como sujeto con potencialidad revolucionaria, en particular en las grandes ciudades. De ahí que sea incorrecto pretender encontrar en ella una supuesta dicotomía o desencuentro entre, por un lado, una clase trabajadora con anclaje en las ciudades y, por el otro, un campesinado pobre o comunidades indígenas subyugadas a nivel agrario.

Hay, sí, una interesante ampliación de las y los sujetos que resisten al capitalismo, a raíz de la comprensión de cómo éste opera en base a una doble dinámica, complementaria y pendular, que involucra tanto la explotación (cuyo pivote es la reproducción ampliada, a través de la compra-venta de la fuerza de trabajo) como el despojo (que se asienta en la violenta apropiación, saqueo y mercantilización de tierras, saberes y bienes comunitarios a nivel rural, a través de la actualización de la llamada “acumulación originaria”), y lleva a Rosa a reconocer una mayor complejidad que la prevista por Marx al momento de identificar las fuerzas sociales realmente existentes[3]. Por eso sorprende la arbitraria afirmación de Marina Kabat, quien -en un estudio introductorio a una detallada compilación de escritos de Rosa Luxemburgo publicada en Argentina- sostiene que ella “espera que la proletarización de productores rurales refuerce los contingentes de la clase obrera” (Kabat, 2015: 86). Además de que la espera no es un rasgo distintivo de Rosa, tampoco puede decirse que propicie en todo momento y lugar una lógica de proletarización como la que presumen este tipo de lecturas de tinte exclusivamente obreristas y anti-campesinas.

Respecto de esta polémica, vale la pena retomar un material complementario a La acumulación del capital, que Rosa construye y pule durante años, a partir de la sistematización de sus clases en la Escuela de formación berlinesa. Bajo el título de Introducción a la Economía Política, tenía previsto publicarlo en formato de libro, pero diversos contratiempos le impidieron culminarlo. En sus páginas se evidencia una profunda vocación pedagógica que busca tornar comprensibles algunas de las principales categorías marxistas, a través del uso de numerosos ejemplos históricos, aunque lo más destacable es que más de la mitad de sus páginas están dedicadas a dar cuenta de la existencia de sociedades diferentes y opuestas a la capitalista, entre ellas las existentes en nuestro continente previas al proceso de conquista y colonización por parte de las potencias europeas, a las que Rosa denomina de manera genérica como comunistas agrarias.

Según ella, conocer en profundidad estas otras formas de vida sustraídas del individualismo mercantil y la racionalidad burguesa propia de la modernidad colonial-capitalista, contribuye a la desnaturalización de las relaciones sociales y a impugnar el supuesto carácter “eterno” de la propiedad privada –algo que demuestra como falso a partir de estudios e investigaciones antropológicas, similares a las que revisa y utiliza Marx en sus últimos años de vida cuando se reencuentra con la temática de la Comuna rural. Esta ignorancia que subyace a la supuesta “sabiduría” de la burguesía europea, remite de acuerdo a su lectura a una incomprensión y daltonismo epistémico ante realidades como la de los pueblos indígenas y el campesinado rural. “Los europeos chocaron en sus colonias con relaciones completamente extrañas para ellos, que invertían directamente todos sus conceptos relativos a la santidad de la propiedad privada”, denuncia Rosa, al tiempo que se atreve a trazar, con fina ironía, un paralelismo e invisible hilo rojo que conecta estas formas comunitarias de vida social con el espectro que encabezó las luchas obreras acontecidas en Europa occidental durante el siglo XIX: “A la luz de estas brutales luchas de clase, también el más reciente descubrimiento de la investigación científica (el comunismo primitivo) mostró su peligroso rostro. La burguesía, al haber recibido lacerantes heridas en sus intereses de clase, husmeó una oscura relación entre las antiquísimas tradiciones comunistas que le oponían en los países coloniales la más enconada de las resistencias al avance de la ‘europeización’ ávida de lucro de los aborígenes, y el nuevo evangelio del ímpetu revolucionario de las masas proletarias en los antiguos países capitalistas” (Luxemburgo, 1972a: 82 y 95).

Asimismo, Rosa puede ser considerada una de las primeras marxistas que dota de centralidad a la cuestión ecológica y ambiental, ya que reivindica una férrea defensa de la totalidad de los seres vivos, así como de la tierra, frente a la voracidad y violencia que el capitalismo impone en su sed de acumulación y constante despojo. Esta es una faceta poco explorada en su obra y, cuando lo es, ancla meramente en su simpatía y pasión por la botánica y la herboristería, así como por ciertos animales puntuales como las aves o los gatos. Sin duda que este rasgo tan original es de suma relevancia, porque pone en evidencia su profundo amor hacia la vida y su sensibilidad y angustia extrema ante toda injusticia que atente contra ella en cualquiera de sus formas, pero por lo general se la desvincula de manera tajante de su proyecto socialista y de su radical humanismo. A contrapelo de estas lecturas, consideramos que su afición por la naturaleza resulta una arista indisociable de su propuesta anticapitalista, anticolonial y antipatriarcal.

Por ello, arriesgamos como hipótesis que existe en Rosa una “afinidad electiva” con el planteo y la cosmovisión de numerosos pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes y organizaciones campesinas que postulan que la naturaleza, al igual que los seres humanos, tiene derechos que no pueden ser pisoteados. Sus epístolas y reflexiones más intimistas, la pasión por imitar a la perfección a aquellas aves que, como el herrerillo azul, anuncian nada menos que la llegada de la primavera (“zwi-zwi” debía ser el único epitafio de su tumba, según le confiesa a una amiga), o el diario personal en el que entre rejas dibuja, pega y detalla las variedades de flores y plantas de su diminuto jardín, pero también aquellos materiales y borradores teóricos e históricos destinados a la formación y al esclarecimiento político, donde se denuncia la acumulación originaria como proceso permanente que destruye las “economías naturales” y desarticula ecosistemas en las periferias del mundo capitalista (entre ellos América Latina, un continente geopolíticamente estratégico por la biodiversidad que cobija), deben leerse de manera conjunta y complementaria para romper con la visión productivista y el antropocentrismo que sitúa al ser humano –y en particular, al burgués, macho, blanco y adulto– como centro de gravedad de la modernidad, y que insiste en considerar a la pluriversidad de seres vivos bajo el homogeneizante y cosificador concepto de “recursos naturales” (instrumentalizador de la naturaleza, la floresta y los animales, en función de las ansias de explotación y sometimiento a la que nos induce y compele la racionalidad propia del sistema capitalista y colonial).

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Diversas intelectuales y activistas contemporáneas emparentadas con el eco-feminismo, han llamado la atención sobre la necesidad de volver a partir de la relación con la naturaleza, en el análisis político y la crítica al sistema capitalista/patriarcal. Vandana Shiva, por ejemplo, ha hecho visible los estrechos vínculos entre la opresión del patriarcado, la violencia hacia las mujeres y la destrucción constante de la naturaleza en nombre del “progreso” (Shiva y Mies, 1997), al tiempo que Silvia Federici considera que “hoy en día, con la perspectiva de un nuevo proceso de acumulación primitiva, la mujer supone la fuerza de oposición principal en el proceso de mercantilización total de la naturaleza” (Federici, 2014: 90). Por su parte, María Rosa Dalla Costa ha sugerido que es imprescindible construir una propuesta política teniendo como columna vertebral “el respeto por los equilibrios fundamentales de la naturaleza, de la voluntad de conservar ante todo los poderes autogeneradores/reproductores, del respeto y del amor por todos los seres vivos” (Dalla Costa, 2009: 350). En todos estos casos, es indudable la conexión de sus planteos con los precursores –y por ello mismo, por lo general incomprendidos– de nuestra querida Rosa.

En suma, podemos concluir afirmando que estas hipótesis y reflexiones vertidas por ella en libros, cartas, borradores y materiales de formación, a pesar del tiempo transcurrido, nos permiten analizar la política de “nuevos cercamientos” y privatización de bienes comunes, así como el despojo de activos públicos, derechos colectivos y saberes ancestrales, acontecidos en las últimas décadas tanto en vastas regiones de Europa y Asia como en casi la totalidad de América Latina y África. Pero también, como reverso necesario de este violento ciclo, nos estimula a ampliar la mirada y considerar a las miles de comunidades, organizaciones, movimientos y pueblos del sur global que resisten a estas lógicas predatorias, como fuerzas con potencial antagonista, que además de poner un freno a esta lógica contemporánea de recolonización de los territorios, ejercitan a diario una vida digna y despliegan estrategias de supervivencia que, en muchos casos, prefiguran los gérmenes de un socialismo con similares características al que supo tener como horizonte Rosa Luxemburgo.

Patriarcado y lucha de clases: sin feminismo no hay socialismo (y viceversa)

Si el espectro luxemburguista recorre los ámbitos rurales donde el campesinado y las comunidades indígenas resisten a la acumulación por despojo o el extractivismo, y aún hoy sacude conciencias en la lucha en defensa de la madre tierra y el buen vivir, su herencia también está presente en los millones de mujeres que en calles, plazas y camas se insurreccionan al grito de ¡Vivas nos queremos!, inmersas en una nueva ola verde-violeta que llegó para quedarse y desnaturalizarlo todo. Son numerosos los colectivos feministas, las disidencias y las organizaciones mixtas con vocación antipatriarcal, que rescatan su figura, reivindican sus ideas y traen al presente las contribuciones de esta marxista que hizo de la osadía una seña invariante de su activismo febril.

Es un debate aún abierto en qué medida ella puede ser considerada feminista, ya que lecturas superficiales de su obra han querido desestimar esa faceta y postular que fue totalmente ajena a las luchas en favor de la liberación de las mujeres, aunque lo cierto es que su propia militancia como mujer, en un mundo dominado por hombres -incluso al interior de organizaciones de izquierda permeadas por la misoginia y la exclusión deliberada de las mujeres de los diferentes ámbitos de poder– resulta en sí misma un ejemplo digno de destacar. Impugnar el monopolio del pensamiento y el quehacer político por parte de los varones, desde la praxis revolucionaria y sin pedir permiso a autoridad alguna, constituyó sin duda uno de los más potentes ejes vertebradores de su activismo cotidiano.

No por casualidad, en esas querellas y disputas a contracorriente recibía los más variados insultos bajo una misma connotación machista: “hembra histérica”, “perra rabiosa”, “bruja venenosa”, “vieja prostituta” y “dura amazona”. Según confiesa Paul Frölich, camarada de Rosa y uno de sus biógrafos más cercanos, lo que despertaba esta enconada oposición era su condición de mujer, “que se atrevía con un oficio de hombres como es la política y que, además, no se limitaba a preguntar humildemente la opinión de los ‘expertos’, sino que tenía la desfachatez de desarrollar sus propias opiniones y, lo que era peor, las defendía con argumentos ante los que había que capitular de mala gana” (Frölich, 1976: 78).

En una clave similar, Bolívar Echeverría sugiere hasta qué punto su auto-reivindicación como mujer se realizó bajo la forma de una intervención muy peculiar en la historia del movimiento obrero organizado, asentada en la radicalidad comunista: “Ya a fines del siglo XIX, una mujer que se encontraba en el ‘error objetivo’ de no poder ser ‘atractiva’ tenía la oportunidad de salirse de él si cultivaba como gracias compensatorias las virtudes ‘masculinas’; pero sólo si lo hacía de manera propiamente ‘femenina’, es decir, disimulada o como imitación que sirviera al modelo para verse confirmado en su superioridad. Sólo si demostraba la validez del espíritu de empresa productivo (‘masculino’) y burgués –compuesto básicamente de ambición, pero inteligente, voluntarioso y realista– al mostrarlo en una versión defectuosa, que sólo resultase explicable por la acción del inmediatismo, la inconsistencia y la exageración propios de lo ‘femenino’” (Echeverría, 1986: 150).

Como Rosa jamás hizo lugar a este tipo de mandatos, muchos fueron quienes se ensañaron con su actitud de extremo coraje (que lejos estaba de acotarse a una cuestión “temperamental”, como presumían) frente a la hegemonía patriarcal. Franz Mehring lo admitió sin ambages en 1907, cuando ella sufrió el escarnio de parte de la prensa socialdemócrata –hegemonizada por supuesto por hombres: “estas invectivas de mal gusto a la cabeza más genial surgida entre los herederos científicos de Marx y Engels, radican en último término en el hecho de que es una mujer quien la lleva encima de los hombres”, se lamentó su amigo en aquel entonces (Frölich, 1976: 210). Raya Dunayevskaya supo denunciar en una tónica similar que “el total olvido en que marxistas y no marxistas por igual han tenido de la dimensión feminista de Rosa Luxemburgo exige una enmienda inmediata respecto a esta cuestión”, por lo que propone estudiar más la obra de la marxista polaca como feminista y como revolucionaria, aunque en estrecha conexión con la dinámica de la lucha de clases (Dunayevskaya, 1985: 12).

Inmensa habrá sido la bronca de aquellos falsos líderes y grises funcionarios ante tamaña irreverencia, desplegada tanto en actividades públicas, mítines callejeros y congresos, como en ámbitos privados y en vínculos amistosos o afectivos. Rosa, nos dice Claudia Korol, vivía con ímpetu el amor, pero no aceptó el chantaje emocional de Leo Jogiches, quien fue su compañero político en tramos importantes de su vida, “y se atrevió a enamorarse una y otra vez, rompiendo las convenciones sobre ‘la familia’ presentes en las direcciones partidarias, osando inclusive amar a Kostia Zetkin, el hijo de su amiga Clara, 13 años más joven que ella. Un escándalo para un socialismo conservador, en el que la familia era un factor de disciplinamiento altamente patriarcal” (Korol, 2018: 18)[4].

Podríamos conjeturar que, en el amor, Rosa era rabiosamente espontaneista y contraria al control y la represión de las energías y los vínculos sexo-afectivos, así como a la imposición y jerarquías en sus relaciones más íntimas. Esto se trasluce en especial en sus intercambios epistolares con Leo Jogiches (con quien mantendrá un contradictorio lazo amoroso durante casi dos décadas), donde se sincera a flor de piel y le recrimina su soberbia, extrema frialdad y obsesión casi exclusiva por “La Causa” (así, con mayúscula y comillas, lo escribe con fina ironía en una de las misivas). Elzbieta Ettinger, su biógrafa más intimista, confiesa al respecto que “contrastaba su propia espontaneidad con la manera calculada que tenía él de ‘manejarla’” y le reprochaba “que convirtiera la relación entre ambos en un asunto ‘puramente superficial’” (Ettinger, 1988: 84). Por eso no temió, en momentos de máximo desencuentro e incomprensión de parte de Jogiches, pensar en tener un hijo sola y mantenerlo sin tutela ni apoyo alguno.

En un plano más general, y al igual que otras mujeres de la izquierda radical (como Alexandra Kollontai o la propia Clara Zetkin), Rosa no concibe de manera abstracta la opresión de las mujeres, sino que entiende que el capitalismo y el patriarcado resultan co-constitutivos, por lo que es imposible disociar la explotación de clase de la condición subalterna de las mujeres, que por cierto lejos de ser genérica, configura un prisma heterogéneo de situaciones plagado de matices, aunque sometido a una misma estructura de dominación: “Un mundo de lamentos femeninos espera para ser redimido. Ahí está la mujer del pequeño campesino que se quiebra bajo el lastre de la vida. Allá en el África alemana, en el desierto de Kalahari, se blanquean los huesos de las indefensas mujeres herero, que fueron arrastradas por la soldadesca alemana a una muerte terrible de hambre y sed. Al otro lado del océano, en los altos acantilados del Putumayo, se extinguen, sin que nadie los oiga, los gritos de muerte de las mujeres indias, martirizadas en las plantaciones de caucho de los capitalistas internacionales. Proletarias, las más pobres de los pobres, las más privadas de derechos de los sin derechos, corred a la lucha por la liberación del género femenino y del género humano de los espantos de la dominación capitalista”, expresa en su artículo titulado La proletaria (Luxemburgo, 1983: 290).

En este sugestivo texto reivindica el día de la mujer trabajadora, fijado como fecha inaugural de la “Semana Roja” del Partido Socialdemócrata Alemán, a realizarse del 8 al 15 de marzo de 1914, y que tenía como principal consigna la lucha por el voto femenino y por la igualdad general de derechos de las mujeres. Luego de indicar que “con el duro trabajo de estas jornadas el partido de los desposeídos sitúa su columna femenina a la vanguardia para sembrar la semilla del socialismo en nuevos campos”, a tal punto que la mujer proletaria “se presenta hoy en la tribuna pública como la fuerza más avanzada de la clase obrera”, se lamenta de que “la mujer del pueblo ha trabajado muy duramente desde siempre” y constituye “la más desposeída de derechos de todos los desposeídos” (Luxemburgo, 1983: 287). De ahí que decida pasar revista y hacer visible la infinidad de tareas que ella ha efectuado durante siglos, poniendo en evidencia el carácter prolongado de la división sexual del trabajo y la centralidad de las actividades de reproducción realizadas por las mujeres: desde las aldeas indígenas, donde “sembraba cereales, molía, hacía cerámica”; la antigüedad, en la que “era la esclava de los patricios y alimentaba a sus retoños con su propio pecho”; la Edad Media, “atada a la servidumbre de las hilanderías del señor feudal”; hasta la época contemporánea, donde prima la propiedad privada y la mujer del pueblo queda “confinada a los estrechos límites domésticos de una existencia familiar miserable” (Luxemburgo, 1983: 287-288).

Este común derrotero no le impide advertir una diferencia de suma relevancia entre lo que caracteriza como “feminismo burgués” y el feminismo socialista por el que abogan las activistas de la izquierda anti-sistémica. En el primer caso, además de apuntar a una mera integración sistémica sin trastocar las estructuras generales que sostienen al patriarcado y al capitalismo, hay una falta de perspectiva de totalidad que permita enmarcar determinadas reivindicaciones genuinas de aquel entonces (como el sufragio para las mujeres) en una lucha más amplia e integral en contra del carácter opresivo de la sociedad, lo cual lleva a que simplemente “se quieran conseguir derechos políticos para poder después insertarse en la vida política” e incluso a que ciertas mujeres burguesas gocen “de los frutos acabados de la dominación de clase” (Luxemburgo, 1983: 289).

En contraste, en el caso del activismo al que Rosa acompaña, y que tiene a Clara Zetkin como una de sus máximas referencias (para quien existe “un doble juego de la dominación del hombre y del capital”), lo que se busca es engarzar esta y otras luchas donde las mujeres son las principales protagonistas, con un proyecto integral de emancipación que involucra y, al mismo tiempo, trasciende a este pliego de reivindicaciones. Por ello no duda en defender “la estrecha relación entre la causa de las mujeres y el cambio social universal”, ya que “las mujeres debían luchar por la igualdad y la fraternidad para la humanidad y la abolición de la opresión en todas partes” (Ettinger, 1988: 142), aunque como se encarga de denunciar en el programa escrito para el Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y Lituania (SDKPiL), difundido bajo el nombre de ¿Qué queremos?, “en la sociedad de hoy, apoyada en la propiedad privada y en la dominación de los capitalistas, la mujer es privada de cualquiera de los derechos políticos y considerada una criatura de segunda clase, subordinada al hombre. La liberación de la mujer de esta humillación, la devolución a ella de derechos iguales y de dignidad humana, sólo es posible con el sistema socialista”. Por ello concluye aseverando que “la clase trabajadora es la única que no tiene ningún motivo para la humillación política de las mujeres” (Luxemburgo, 2011: 242-243).

En un pasaje sumamente luminoso de otro texto, titulado El voto femenino y la lucha de clases, Rosa destaca que las mujeres, “con su trabajo doméstico, ayudan a que los hombres puedan, con su miserable salario, mantener la existencia cotidiana de la familia y criar a los hijos”. No obstante, este tipo de trabajo, argumenta, “no es productivo en el sentido del actual orden económico capitalista, a pesar de que, en mil pequeños esfuerzos, arroje como resultado una prestación gigantesca en autosacrificio y gasto de energía” (Luxemburgo, 1983: 285). Una lectura apresurada podría objetar su planteo, debido a que aún se mantiene en el binomio marxista clásico de trabajo productivo e improductivo, y a la luz de los estudios y reinterpretaciones de un sinfín de feministas en las últimas décadas, es evidente que no llega a visualizar el carácter profundamente productivo del trabajo doméstico y su tremenda funcionalidad dentro del engranaje capitalista y del “patriarcado del salario” (Federici, 2010).

A pesar de ello, y teniendo en cuenta que estos escritos fueron publicados hace más de 100 años, su valentía en poner el foco en esta dimensión invisibilizada de la reproducción y el cuidado, para realizar una lectura política de este tipo de relaciones de poder y sometimiento, resulta sin duda precursora y por demás sugerente, más aún en un contexto donde las organizaciones de izquierda eran dominadas casi de manera exclusiva por hombres. Por eso, no en vano Rosa afirma con vehemencia en otro párrafo de su texto, que “hace cien años, el francés Charles Fourier, uno de los primeros grandes propagadores de los ideales socialistas, escribió estas memorables palabras: ‘En toda sociedad, el grado de emancipación de la mujer es la medida natural de la emancipación general’. Esto es totalmente cierto para nuestra sociedad” (Luxemburgo, 1983: 286).

Pero sería un error contemplar sus aportes al feminismo teniendo en cuenta sólo aquellos escritos explícitamente dedicados al tema. En muchos otros, que podrían concebirse a primera vista como ajenos a la denuncia de la opresión patriarcal, existen pistas e hipótesis muy sugerentes para interpretar y potenciar la lucha y el protagonismo de las mujeres. En Huelga de masas, partidos y sindicatos, por ejemplo, Rosa apela a una metáfora de “geografía acuática”, que ha sido recuperada recientemente por activistas del feminismo popular latinoamericano (Gago, 2019) para leer en una misma clave a la ola verde que se vive en el cono sur, así como a los paros internacionales de mujeres que han denunciado públicamente al patriarcado y a la división sexual del trabajo. “A veces la ola del movimiento invade todo, a veces se divide en una red infinita de pequeños arroyos; a veces brota del suelo como una fuente viva, a veces se pierde dentro de la tierra”, arenga en clave premonitoria (Luxemburgo, 1970: 71).

Recordemos que, dentro de los sindicatos alemanes, tras su legalización en 1890, tan sólo el 1,8% de sus afiliados eran mujeres, y en los albores de la primera guerra mundial esta cifra todavía no llegaba al 9% del total (Eley, 2002). Por lo tanto, la apelación a la espontaneidad de masas implicaba dotar de relevancia en los procesos huelguísticas y de resistencia popular, también a aquellas mujeres que no estaban representadas en los gremios ni tenían posibilidad alguna de incidir en la decisión de declarar o no un paro general. El odio furibundo que generó entre la burocracia sindical este libro de Rosa (a tal punto que llegan a tener la “caballerosidad” de confiscar su primera edición y destruirla), tiene como sustrato último el rechazo tajante frente a los planteos de una mujer, judía, polaca y migrante, que sin ambages y a contrapelo de los mandatos que la sociedad pretendía imponerle, se atreve a cuestionar abiertamente el monopolio por parte de las direcciones sindicales de cualquier proceso huelguístico, ya que éste es siempre “una cambiante marea en fenómenos en incesante movimiento” (Luxemburgo, 1976: 261), que desborda toda pretensión de ser instrumentalizada desde arriba o en función de acuerdos de cúpula. 

Asimismo, sus artículos y folletos de denuncia contra el militarismo y la escalada bélica, así como sus insistentes acciones directas de boicot internacionalista frente a la guerra (que le costaron años de cárcel), pueden ser leídos en una idéntica clave anti-patriarcal y anti-imperialista. Como reconstruye lúcidamente Isabel Loureiro (2005), el ejército alemán era un estado dentro del Estado, que gozaba de prerrogativas frente a la población civil e irradiaba su concepción jerárquica, disciplina extrema y “obediencia ciega” al conjunto de la sociedad, con rituales misóginos, apología del autoritarismo y una exaltación de todo lo considerado “varonil”, en particular la glorificación de la fuerza. Esta lógica patriarcal, que Dunayevskaya definió como “chauvinismo masculino”, contaminaba incluso las filas de la socialdemocracia, y se expresaba hasta en el código civil del Imperio, que reconocía la subordinación de mujeres e hijos a las figuras legales de padres y maridos.

A más de 100 años de la primera guerra mundial, no es casual que sean las mujeres quienes nuevamente hoy más resistencia tenaz ofrezcan al militarismo imperial en vastos territorios del sur global. Los ejemplos son numerosos, pero alcanza con mencionar a las feministas kurdas, que han logrado consolidar un modelo de sociedad antipatriarcal en ciertas regiones basada en el llamado “confederalismo democrático”, sin dejar de denuncian el vínculo orgánico entre imperialismo, acumulación capitalista, opresión estatal, despojo e intento de avasallamiento militar de sus territorios, y que las zapatistas denominan “cuarta guerra mundial”, debido a que más que frente a un conflicto entre dos o más ejércitos regulares, son los pueblos -y dentro de ellos las mujeres y niños/as- las principales víctimas de esta violencia belicista no convencional.

El siglo XXI tiene como uno de sus rasgos distintivos, por tanto, el haber desencadenado una verdadera guerra contra las mujeres, tal como ha sido denunciado por el grueso del movimiento feminista latinoamericano. El boicot activo frente al militarismo y el despojo colonizador que supo ejercitar Rosa como militante, lejos de ser un gesto ingenuo y caduco, emerge en la actualidad como una de las banderas más urgentes y disruptivas a levantar, en un contexto de crisis profunda del capitalismo donde, en aras de relanzar y sostener un nuevo ciclo de acumulación a escala planetaria, la violencia machista, burguesa y racial, cobra niveles cada vez más inusitados y tiene al cuerpo de las mujeres como botín y trofeo de guerra, pero ante todo como verdadero campo de batalla (Segato, 2016).

 En función de estos antecedentes, no cabe sino reafirmar que Rosa trastocó con su obra como marxista y militante, pero también con sus gestos y acciones más íntimas, los roles que la división patriarcal y capitalista del trabajo le tenía asignados. Fue subversiva en el ámbito público tanto como en el privado, y bregó de manera incansable por dotar del mayor protagonismo posible a las mujeres en las diversas luchas. Puso a todo o nada el cuerpo, los afectos y las ideas al servicio del proyecto emancipatorio en el que creía fervientemente. Y pagó con su vida esta terca necedad. A la vuelta de la historia, con el ¡Ni una menos! como consigna de movilización continental y global, hoy podemos nombrar a su cobarde asesinato como lo que fue: un femicidio, cometido por soldados embriagados de chauvinismo, misoginia y virilidad, que no toleraban la osadía de esta pequeña y, a la vez, inmensa mujer.

El socialismo como alternativa frente a la barbarie en ciernes 

En los apartados precedentes, hemos reconstruido y reseñado brevemente algunos aportes que Rosa Luxemburgo realiza desde el marxismo revolucionario, y que consideramos de suma vigencia para interpretar y acompañar a buena parte de las luchas que hoy circundan a Nuestra América. Desde ya, ellos no agotan toda la riqueza y complejidad que expresa la obra vital de esta inigualable militante de izquierda, pero sí evidencian su enorme sensibilidad respecto de temáticas, procesos y dimensiones de la realidad contemporánea, no siempre atendidas con la debida importancia por las diferentes corrientes marxistas.

En medio del desconcierto y la desolación generalizada que implicó la primera guerra mundial, Rosa redactó entre rejas su conocido folleto La crisis de la socialdemocracia, en contra de la locura belicista y fratricida en la que se encontraba sumida Europa y a favor de una lucha que fortaleciera el hermanamiento entre los pueblos de ese continente y del mundo (Luxemburgo, 1972b). En uno de sus párrafos más emotivos, supo lanzar una máxima que pasaría a la historia como consigna internacionalista y antídoto frente a la hecatombe genocida ya en ciernes: ¡Socialismo o barbarie!

Michael Löwy (1978) ha llegado a postular que esta frase condensa una significación metodológica y política de primer orden para todo proyecto que se precie de emancipatorio, en la medida en que, a contrapelo de todo determinismo o lectura lineal de la historia, nos recuerda que la suerte no está echada y oficia de anticuerpo ante ciertas visiones triunfalistas, que han sabido calar hondo en el seno del marxismo y desestiman la importancia de la praxis revolucionaria como catalizadora de todo cambio social profundo. Lejos de ser un elemento secundario, esta “chispa animadora de la voluntad consciente” emerge como un factor decisivo en la construcción, aquí y ahora, del socialismo como alternativa civilizatoria, a partir de un trípode que para Rosa era clave: organización, conciencia y lucha, no como “fases particulares, separadas mecánicamente en el tiempo”, sino en tanto “aspectos distintos de un mismo y único proceso” (Luxemburgo, 1969: 46).

Hoy resulta más claro que nunca que quienes aspiramos a superar la barbarie que expresan el capitalismo, el patriarcado y la colonialidad en esta fase tan cruel como apocalíptica, no tenemos tampoco garantía alguna de triunfo. La nuestra es una apuesta tan frágil como sin certidumbre, y en ella se nos juega tanto la posibilidad de edificar una sociedad radicalmente distinta a la actual, como la supervivencia de la humanidad y del planeta tierra en su conjunto. Por eso el socialismo no es sólo una opción entre tantas, sino una urgencia y necesidad histórica balbuceada al pie de un desfiladero y a pasos nomás del abismo. Simboliza ante todo ese freno de mano del que nos hablaba Walter Benjamin (2007) en los tiempos sombríos del fascismo, para evitar la catástrofe que se avecina. Guerras, hambrunas masivas, despojo de bienes comunes y contaminación ambiental, violencia social, precariedad, represión política, xenofobia, femicidios, explotación y desigualdad extrema, son características de un capitalismo criminal que, en tiempos de crisis y neoliberalismo recargado, cual Moloch no hace sino exacerbar sus rasgos constitutivos más perversos, sacrificando millones de vidas en el altar del egoísmo, la injusticia y el dinero.

Volver a Rosa precisamente en este contexto histórico tan intrincado y difícil de asir es más necesario que nunca. Para sobrevivir en medio de tanta desolación, violencia estructural y neofascismo desembozado, pero sobre todo con la esperanza de cultivar y sostener una política colaborativa, que articule las luchas contra las diferentes y complementarias formas de explotación y dominio que hemos delineado en estas páginas, sin descuidar en este proceso sinérgico los vínculos comunitarios, el poder popular y el autogobierno como modus vivendi.

Miguel Mazzeo refiere en su libro Marx populi a lo arduo y a la vez urgente que resulta reconstruir una izquierda “en tiempos de naufragio” (Mazzeo, 2018). Sin embargo, a diferencia de muchos referentes del marxismo que hoy dejan de ser leídos, o cuyos escritos y propuestas se nos presentan como añejas y parte de lo viejo que aún no termina de morir, Rosa se destaca por su jovialidad, radicalismo e indisciplina, y por su extrema actualidad para este convulsionado siglo XXI que habitamos y ansiamos revolucionar. De ahí que traerla al presente sea una oportunidad, también, para reinstalar estos debates estratégicos en el corazón mismo de las experiencias y proyectos emancipatorios que afloran en nuestro continente. Ahora es cuando.

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Bibliografía

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Notas

[1] “Lo que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia burguesa no es la tesis de un predominio de los motivos económicos en la explicación de la historia, sino el punto de vista de la totalidad. La categoría de la totalidad, el predominio universal y determinante del todo sobre las partes es la esencia del método que Marx tomó de Hegel y que puso, de modo original, en la base de una ciencia totalmente nueva” (Lukács, 1984: 103).

[2] “En la acumulación primitiva, esto es, en los primeros comienzos históricos del capitalismo de Europa a fines de la Edad Media y hasta entrado el siglo XIX, la liberación de los campesinos constituye, en Inglaterra y en el continente, el medio más importante para transformar en capital la masa de medios de producción y obreros. Pero en la política colonial moderna del capital realiza, actualmente, la misma tarea en una escala mucho mayor. (…) La dificultad en este punto consiste en que, en grandes zonas de la superficie explotable de la Tierra, las fuerzas productivas están en poder de formaciones sociales que, o no se hallan inclinadas al comercio de mercancías, o no ofrecen los medios de producción más importantes para el capital, porque las formas de propiedad y toda la estructura social las excluye de antemano. En este grupo hay que contar, ante todo, el suelo, con su riqueza mineral en el interior, y sus praderas, bosques y fuerzas hidráulicas en la superficie, así como los rebaños de los pueblos primitivos dedicados al pastoreo. Confiarse aquí al proceso secular lento de la descomposición interior de estas formaciones de economía natural y en sus resultados, equivaldría para el capital a renunciar a las fuerzas productivas de aquellos territorios. De aquí que el capitalismo considere, como una cuestión vital, la apropiación violenta de los medios de producción más importantes de los países coloniales. Pero como las organizaciones sociales primitivas de los indígenas son el muro más fuerte de la sociedad y la base de su existencia material, el método inicial del capital es la destrucción y aniquilamiento sistemáticos de las organizaciones sociales no capitalistas con que tropieza en su expansión. Aquí no se trata ya de la acumulación primitiva, sino de una continuación del proceso hasta hoy (…) El capital no tiene, para la cuestión, más solución que la violencia, que constituye un método constante de acumulación de capital en el proceso histórico, no sólo en su génesis, sino en todo tiempo, hasta el día de hoy. Pero como en todos estos casos se trata de ser o no ser, para las sociedades primitivas no hay otra actitud que la de la resistencia y lucha a sangre y fuego, hasta el total agotamiento o la extinción (…) El método violento es, aquí, el resultado directo del choque del capitalismo con las formaciones de economía natural que ponen trabas a su acumulación”. (Luxemburgo, 1967: 283-284).

[3] David Harvey, quien ha revitalizado la obra de Rosa Luxemburgo para caracterizar la fase actual del capitalismo global, considera en esta misma clave que uno de los principales problemas de la izquierda tradicional ha sido el definir que “el proletariado era el único agente de la transformación histórica”, por lo que “todas las demás formas de lucha se consideraban subsidiarias, secundarias o incluso periféricas o irrelevantes” (…) La política organizada en torno al puesto de trabajo y la producción dominaba a la del espacio cotidiano. Movimientos sociales como el feminismo y el ecologismo permanecieron fuera del ámbito de la izquierda tradicional, que tendía a ignorar la relación existente entre las luchas domésticas por la mejora social y los desplazamientos externos caracterizados del imperialismo (…) Esa concentración tan firme de gran parte de la izquierda marxista o comunista en las luchas proletarias excluyendo todo lo demás fue un error fatal, ya que si ambas formas de lucha están orgánicamente vinculadas dentro de la geografía histórico del capitalismo, la izquierda no sólo estaba perdiendo poder, sino que también estaba paralizando su capacidad analítica y programática al ignorar totalmente una de las dos caras de esta dualidad” (Harvey, 2003: 132-133).

[4] No casualmente, Eduard Bernstein llega a postular en su clásico libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, que “con el proletariado inestable, sin patria y sin familia, no se podrá nunca fundar un movimiento sindical duradero y sólido” (Bernstein, 1982: 272-273).

 

[Versión actualizada del artículo publicado en la Revista Herramienta Número 62, Buenos Aires, 2019]