Hernán Ouviña es politólogo, doctor en ciencias sociales y educador popular. Es profesor en la Carrera de Ciencia Política e Investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC) de la Universidad de Buenos Aires. En la edición de Ideas de Izquierda Semanario de la semana pasada publicamos una reseña de un libro que compiló y publicó recientemente con Mabel Thwaites Rey. En 2019, al cumplirse el centenario del asesinato de la revolucionaria polaca, publicó la primera edición de este libro con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo de Alemania, que ahora reedita sumándole un prólogo de Silvia Federici.
Guillermo Iturbide, La Izquierda Diario
Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política. Una lectura desde América Latina apunta a ser una introducción al pensamiento de Luxemburgo, tomando variadas facetas de su pensamiento y los debates y peleas en los que estuvo involucrada, así como de aspectos de su vida, para relacionarlos con movimientos actuales, como los movimientos sociales en general, y en concreto las peleas del movimiento de mujeres, los movimientos por los derechos de diversas identidades, de las naciones oprimidas, las luchas ambientales, así como también prácticas como la pedagogía crítica y otros, especialmente en su dimensión latinoamericana.
Busca la relación de distintos hitos de su obra con estas problemáticas como, por ejemplo, Reforma social o revolución con la teoría del Estado y de los procesos de cambio, Problemas de organización de la socialdemocracia rusa y Huelga de masas, partido y sindicatos con las formas de organización de los movimientos sociales y la espontaneidad, Introducción a la economía política y La acumulación del capital con una mirada no unilineal ni eurocéntrica del desarrollo histórico y del imperialismo y la problemática de la acumulación por desposesión en autores actuales como David Harvey, entre otros temas.
La invención de una tradición (el “socialismo democrático”), la “doble tragedia”, y una política “luxemburguista” hoy
Desde la caída del Muro de Berlín predomina una cierta lectura del legado de Rosa Luxemburg. Esta se basa en la idea de que hubo un “socialismo autoritario” (que incluiría por igual a todos los que se reivindican de la tradición bolchevique en general, tanto estalinistas como trotskistas, así como a la propia socialdemocracia alemana –SPD– aliada al Kaiser durante la Primera Guerra Mundial y a la burguesía luego) y por el otro lado un “socialismo democrático” antiautoritario donde encuadraría Luxemburg, así como también, por “afinidad electiva”, otras figuras como Antonio Gramsci, con la idea de fundar una especie de nueva tradición política, algo así como una “tercera vía” entre la socialdemocracia y el “comunismo”.
Hay muchos elementos para considerar que la visión que ofrece Hernán Ouviña sobre Luxemburg en este libro tiene muchos puntos de contacto con esta lectura autodenominada “socialista democrática”, pero también tiene ingredientes propios, combinando lecturas variadas de Luxemburg que tienen otros componentes como las de Raya Dunayevskaya, Nicos Poulantzas o actualmente Silvia Federici, dialogando a su vez con las experiencias de los movimientos sociales latinoamericanos. A continuación iremos señalando algunos elementos de los capítulos que se pueden considerar más polémicos.
Ouviña comienza cuestionando correctamente lo que llama la “doble tragedia” de Luxemburg. La primera tragedia fue, luego de su asesinato a manos de los Freikorps bajo mando del gobierno socialdemócrata, lo que se podría llamar como su segundo asesinato político, teórico, moral a manos de la burocracia estalinista:
…[L]a construcción del llamado “luxemburguismo”, epíteto éste que tendió a generalizarse como sinónimo peyorativo para denunciar a militantes y organizaciones distantes de la línea stalinista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Si al poco tiempo de su muerte Ruth Fischer convoca a eliminar de las filas del Partido Comunista Alemán el “bacilo sifilítico” introducido por Rosa, en 1931 Stalin denuncia su “semi-menchevismo” y le endilga ser, junto con Parvus, la creadora de la peligrosa “teoría de la revolución permanente”.
La segunda tragedia que señala Ouviña, y coincidimos, fue la utilización fragmentaria por parte de muchos reformistas, con igual malicia, de algunos de sus textos, sobre todo los más críticos de Lenin y los bolcheviques, con el fin de mellar todo el filo revolucionario de Luxemburg y hacer olvidar su lucha contra el cretinismo parlamentario, contra la traición de la socialdemocracia y su oposición internacionalista contra la Burgfrieden (paz civil) durante la Primera Guerra Mundial y la pelea de los espartaquistas contra el gobierno de Ebert durante la Revolución Alemana.
En el capítulo 3, Protagonismo popular y organización revolucionaria, comienza centrándose en “Problemas de organización de la socialdemocracia rusa”, de 1904, que es una respuesta a Un paso adelante, dos pasos atrás (1903) e, indirectamente, a ¿Qué hacer? (1902), y se inscribe dentro de la polémica tras el Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR) y la división allí entre bolcheviques y mencheviques, tomando Luxemburgo posición por los segundos (al igual que como hizo Trotsky durante breve tiempo antes de ubicarse por fuera de ambas fracciones hasta 1917), donde Ouviña rescata la teoría conocida como la de “organización-proceso” que sostenía Luxemburg( también Trotsky hasta 1917) en polémica con Lenin, para tomar algunos de sus elementos y adaptarla en la actualidad como una forma organizativa más adecuada a las luchas de los movimientos sociales en Latinoamérica.
El meollo del libro se podría decir que es el capítulo 5, “Estado, lucha de clases y política prefigurativa. De la dialéctica reforma-revolución al ejercicio de la democracia socialista”. Este capítulo se articula en torno a Reforma social o revolución (1899) y el folleto inédito sobre la Revolución rusa (mediados de 1918, publicado en forma póstuma en 1922). Para abordar la forma en que la organización-proceso, en el sentido que la recupera Ouviña, se relaciona con el problema del Estado, plantea:
Asimismo, otro desafío lanzado por Rosa que nos parece relevante, es aquel que postula la necesidad de amalgamar democracia y socialismo para repensar la relación entre medios y fines en la construcción de un proyecto emancipatorio que tenga como columna vertebral al protagonismo popular a partir de una política que podemos denominar prefigurativa, en la medida en que anticipa en las prácticas del presente los gérmenes de la sociedad futura. En efecto, Rosa nos propone concebir de manera dialéctica este binomio, por lo que cabe afirmar que para ella sin democracia no hay socialismo, pero a la vez sin socialismo no es posible una democracia sustantiva.
Nuestro enfoque
Nuestra aproximación a Rosa Luxemburgo no coincide con la lectura llamada “socialista democrática” (cuestionamos esa identificación esencial entre estalinismo y trotskismo y que en Lenin se encontraría el germen de la burocratización de la URSS), buscamos recuperar su producción teórica y política y, en todo caso, entender las diferencias entre revolucionarios como algo natural y como una muestra de un pensamiento propio, sin necesidad de rendir pleitesía a ninguna autoridad.
Con la lectura que hace Ouviña sobre Rosa Luxemburgo tenemos en común el énfasis que pone en el aspecto de la autoorganización y la inventiva propia de la autoactividad de las masas, algo que también es una marca del trotskismo [1]. Sin embargo, en este aspecto también tenemos importantes diferencias con el enfoque de Ouviña y, dicho esto, quiero pasar a discutir algunos puntos controvertidos de su lectura sobre la revolucionaria polaca.
La democracia partidaria y la espontaneidad
En Problemas de organización de la socialdemocracia rusa, Luxemburg hace una evaluación de los debates del congreso del POSDR en términos de que las dos fracciones resultantes expresarían, por el lado de los mencheviques, una vía más justa, en el marco de un movimiento revolucionario muy joven y en un país atrasado, de relación entre el movimiento socialdemócrata y el movimiento obrero (para Luxemburgo eran equivalentes), mientras que, en el caso de los bolcheviques, se expresaría una tendencia centralista autoritaria, que separa en forma sectaria a la socialdemocracia del movimiento proletario y que tendría una desconfianza conservadora de la espontaneidad de las masas, buscando disciplinarlas detrás de la dirección partidaria.
Como planteé en dos artículos recientes, opino que no se puede entender esta polémica de 1904, por el lado de Luxemburg, en forma aislada, sino que está determinada por la polémica reciente (1902) con los revisionistas belgas en torno a Vandervelde y cómo procedieron durante la huelga política en ese país por el sufragio igualitario, donde los socialistas buscaron en todo momento disciplinar al movimiento de masas, del que desconfiaban profundamente, para contenerlo y canalizarlo hacia la acción parlamentaria, resultando en una derrota. Para Luxemburgo, esta postura que le adjudica a Lenin provendría de un apego a formas del movimiento revolucionario que expresaban tendencias elitistas y autoritarias, ya superadas por la historia, como el jacobinismo y el blanquismo, frente a un proletariado que constituye el primer movimiento revolucionario de carácter masivo de la historia.
Ouviña tiende a proyectar en forma retrospectiva sobre la posición de Lenin de 1904 la luz de la experiencia de la degeneración burocrática de la Rusia Soviética que tuvo lugar casi dos décadas después. Es decir, la crítica de Luxemburg sería una anticipación de esos hechos y una advertencia. Aquí se pueden decir dos cosas. Por un lado, la crítica de Luxemburg a Lenin obedecía a su temor de que, con lo que ella percibía como una excesiva insistencia en la centralización de la autoridad y la iniciativa de la dirección partidaria y desconfianza hacia la espontaneidad, los bolcheviques repitieran los errores de los socialistas belgas de dos años antes, y que además esto se combinara con una tentación simétrica, la de sustituir la actividad de las masas por los golpes de Estado y las acciones descolgadas al estilo de los blanquistas y de la tradición revolucionaria rusa de los populistas, a pesar de que Lenin no tenía nada que ver con esas posturas.
Aunque tiene mucho peso entre varios intérpretes de Luxemburg, tratar de leer su crítica de 1904 como una especie de anticipación de la experiencia de la URSS es insostenible, dado que, en ese entonces, casi nadie en el movimiento oocialista internacional concebía que podría darse en Rusia una dictadura del proletariado con participación de los bolcheviques al estilo de lo que fue luego la Revolución de Octubre de 1917. Recordemos que el horizonte estratégico común en 1904 entre Luxemburg y Lenin era que en un país atrasado como Rusia en lo inmediato solo estaba maduro para una revolución democrático-burguesa que desarrollara las fuerzas productivas y las condiciones sociales para una revolución obrera que solo podría ocurrir en una etapa posterior. Es decir, el marco estratégico del Lenin de 1903-04 era muy distinto al del Lenin de 1917.
Más en general, Ouviña en su lectura también acepta sin problematizar la versión de Luxemburg del congreso del POSDR de 1902. Luxemburgo no participó de ese congreso, y ordenó al delegado de su partido polaco que se retirara de él a mitad de las sesiones (por considerar que no podían integrarse al POSDR si este seguía apoyando el derecho a la separación de Polonia de Rusia, algo a lo que Luxemburg se oponía) y mucho antes de que tuviera lugar el gran debate que lo dividió en dos fracciones.
Las actas y documentos de ese congreso están disponibles desde hace mucho como para verificar cuál fue el debate real que dividió al partido [4]; a saber, que los mencheviques (que incluían a parte de los antiguos iskristas, su sector “blando”, que hizo un acuerdo con parte de los antiguos “economistas” y grupos centristas e indecisos que mayoritariamente habían combatido a los iskristas al comienzo del congreso, y que luego de ser derrotados continuaron dando la misma pelea buscando establecer una organización lo más laxa y no vinculante posible) se negaron a acatar las decisiones en cuanto a la composición de los organismos de dirección y exigieron, y mediante distintas maniobras tras bambalinas lograron imponer, que la dirección del partido estuviera compuesta exclusivamente por mencheviques a pesar de ser minoritarios, desplazando a la mayoría bolchevique.
En el texto de Luxemburg se le adjudica erróneamente a Lenin posturas antidemocráticas, como por ejemplo la potestad de la dirección del partido de poder disolver las direcciones de las organizaciones regionales del POSDR. Sin embargo, ¿cómo podían ser los mencheviques la fracción democrática del partido, siendo un sector minoritario que había desplazado de la dirección del mismo a la mayoría mediante presiones y chantajes al margen del propio congreso? Luxemburg hace en ese texto, además, una serie de consideraciones generales y abstractas sobre cómo un exceso de centralismo llevaría a la burocratización del partido y a transformarlo en una secta. Esos argumentos, planteados de esa forma, serían difíciles de objetar para cualquier marxista. El problema es que no se correspondían con el debate concreto en el partido ruso.
En Rusia difícilmente podía hablarse de una burocracia sindical, no había derechos políticos ni un parlamento con un potente aparato de cooptación como para domesticar al movimiento obrero en el “conservadurismo de aparato”. En Alemania y el Occidente desarrollado en general no solo el escenario era completamente opuesto, sino que había una burocracia sindical y parlamentaria cada vez más poderosa que aún era formalmente “socialista”, conviviendo con muchas dificultades en el mismo partido con el ala izquierda de Luxemburg.
Por este motivo, la problemática de la burocracia sindical y política aún no estaba muy desarrollada dentro del marxismo, porque en un principio se consideraba esta división entre el funcionariado de los sindicatos y la masa del movimiento obrero como funcional, como una división de tareas necesaria pero que, aún con los problemas que acarreaba producto de las presiones materiales, todavía no se había desarrollado una teoría que la entendiera como una capa social con sus propios intereses tajantemente diferenciados de la masa del proletariado, recogiendo “lo que caía de la mesa” de la explotación imperialista y como policía de la patronal y del Estado en las filas del movimiento obrero.
Una teoría que llegara a esas conclusiones solo se desarrolló después de la traición abierta de esos dirigentes con el estallido de la Primera Guerra Mundial, con los trabajos al respecto de Lenin y Bujarin. Por este motivo, pareciera como si Luxemburg estuviera polemizando más con la burocracia socialdemócrata alemana que con los rusos. Por otro lado, Luxemburgo albergaba esperanzas en que sería una mayor lucha de clases y la experiencia de un proceso revolucionario lo que pondría las cosas en su lugar y corregiría las tendencias conservadoras dentro del SPD, que ella aún no veía del todo diferenciadas del movimiento obrero en general.
La teoría de partido de Lenin en ese momento tampoco era todavía una teoría acabada, como reconoce Ouviña cuando menciona la apertura de las puertas del partido a los nuevos activistas durante la Revolución de 1905. Esa teoría de la organización del revolucionario ruso tenía un carácter fluido, puesto a prueba en ese evento decisivo. La diferencia esencial de la teoría del partido de vanguardia de Lenin con la de Rosa Luxemburgo(conocida como “partido-proceso”) era que no concebía al desarrollo del partido revolucionario en forma orgánica, no ponía un signo igual entre el movimiento obrero y el partido socialdemócrata, donde este último sería la expresión política inmediata del primero, puesto que la clase obrera era heterogénea, y que esa situación se correspondería con la viabilidad de la existencia no de un solo partido obrero sino de varios con distintas estrategias.
En los inicios, Lenin no era del todo consciente de la innovación que estaba haciendo, pensando que simplemente estaba traduciendo la teoría de partido de Kautsky a suelo ruso. Sin embargo, esta forma más sofisticada de concebir la relación entre partido y clase le permitiría posteriormente sacar conclusiones más radicales y justas cuando los elementos contradictorios dentro del movimiento obrero se manifestaran en toda su desnudez en trincheras opuestas a partir de la Primera Guerra Mundial.
La “innovación leninista” era que hacía falta un destacamento especial de una parte de la clase obrera, que construyera fracciones revolucionarias en todas sus organizaciones para llegar lo mejor preparados posible a la apertura de una crisis revolucionaria, frente a la concepción de Luxemburgo de que la organización revolucionaria debía ser más bien un producto orgánico de la radicalización de un partido socialdemócrata único y masivo basado en el conjunto del movimiento obrero, durante el desarrollo del proceso revolucionario mismo.
Por este motivo, luego del 4 de agosto de 1914, Luxemburgo no quiso romper con el partido reformista (SPD) y luego, a partir de su fundación en 1917, con el centrista (USPD) porque si así lo hacía consideraba que los espartaquistas se convertirían en una “secta”. Sin embargo, efectivamente eso fue lo que ocurrió, y el propio Partido Comunista alemán (fundado tardíamente, cuando la revolución ya llevaba casi dos meses y pasaba a su etapa más cruenta, la guerra civil) no pudo dejar de ser una “secta” durante cierto tiempo, sin tener casi influencia en los eventos de 1918-19.
Volviendo a 1905, con la experiencia de esta revolución, a pesar de seguir sin coincidir con la teoría de partido de Lenin, Luxemburg llega a la conclusión de que se había equivocado en su evaluación de bolcheviques y mencheviques de dos años antes, inclinándose hacia los primeros, lo cual la llevó a formar una alianza con Lenin dentro del POSDR entre 1906 y 1912, llegando el dirigente bolchevique a considerar a Huelga de masas, partido y sindicatos como “la mejor representación en lengua alemana sobre el significado de la huelga de masas en relación con las particularidades de la lucha en Europa Occidental”.
La estrategia “prefigurativa” y Poulantzas. ¿Política luxemburguista?
En los comienzos del capítulo 5, Ouviña expone el debate entre Luxemburg y Bernstein en torno al revisionismo, entre la concepción de una política reformista, pacífica e institucional de este último, oponiéndola a la revolución, versus la respuesta de la revolucionaria polaca, quien sostiene que reforma y revolución no se oponen sino que forman un todo inseparable: “si el camino ha de ser la lucha por la reforma, la revolución será el fin” (Rosa Luxemburg, citada por Ouviña). El autor del libro que reseñamos llega a la conclusión de que esta oposición entre ambos polos a la manera en que lo hacía el revisionismo bernsteiniano encontró luego, en la experiencia del siglo XX, su espejo opuesto:
…[A]cabó operando en términos dicotómicos en el seno de la propia izquierda ortodoxa, aunque en un sentido inverso al propuesto en su momento primigenio: la revolución social y la ruptura con el orden dominante, en tanto horizonte de sentido, transmutó en antídoto y contrapropuesta frente a la posibilidad (y el “peligro”) de conquistar reformas parciales.
Ouviña no lo aclara, pero parece estar refiriéndose nuevamente a la izquierda “leninista”. Si realmente se refiere a ella, está pasando por alto la gran variedad de experiencias y debates que hubo en la Tercera Internacional de los orígenes, donde la de Lenin (y Trotsky) era una de las distintas estrategias en discusión, y precisamente la posición de ambos revolucionarios fue la de combatir a la llamada “táctica de la ofensiva”, que tenía mucho apoyo en fracciones ultraizquierdistas muy considerables sobre todo en Alemania, según la cual luego del triunfo de la Revolución rusa el capitalismo estaba en su etapa final y se debía pelear en todas las luchas cotidianas, incluso las sindicales, con los métodos de la guerra civil, sin admitir compromisos ni retrocesos temporarios.
Los dos principales dirigentes bolcheviques no tenían una visión tan infantil de la revolución, y por eso teorizaron y pelearon por una política que recuperaba el sentido de la ya fallecida Luxemburg, de cimentar la dialéctica entre reforma y revolución en un programa transicional que combinara posición y maniobra, donde las conquistas parciales sirvieran para articular volúmenes de fuerza necesarios para enfrentar y derribar el Estado burgués.
Ouviña ve la solución a este problema del nexo entre reforma y revolución de esta forma:
…[L]as apuestas por articular reforma y revolución cobraron una nueva significación tanto al calor de la coyuntura abierta en el contexto de la rebelión global de los años 1960 y 1970 en Europa y el llamado Tercer Mundo, como en las últimas décadas en las luchas desplegadas en América Latina contralas políticas neoliberales y los procesos de ajuste estructural. A partir de la recuperación del planteo de Rosa Luxemburgo, en estas interpretaciones se esboza una estrategia revolucionaria que podemos caracterizar como prefigurativa. En el primer caso, algunas de las relecturas más lúcidas han sido las encaradas por Lelio Basso en Italia y André Gorz y Nicos Poulantzas en Francia. En ellos se constata una común perspectiva luxemburguista.
El planteo prefigurativo de Ouviña se vuelve más concreto en la reivindicación que hace de lo las propuestas de la última obra de Nicos Poulantzas, Estado, poder y socialismo, donde se bosquejaría una estrategia “luxemburguista” que “trascienda las matrices clásicas de la socialdemocracia y el leninismo”.
Ouviña hace hincapié a lo largo de su libro sobre las formas de autoorganización de las masas y también previene sobre la ilusión estatista a lo Eduard Bernstein. Sin embargo, la perspectiva de Poulantzas está mucho más cerca de la ilusión gradualista bernsteiniana que de la cosmovisión de Luxemburg. Precisamente Poulantzas no es un teórico “consejista” sino todo lo contrario: para él el déficit de la Revolución tusa y del “leninismo” es que tuvo demasiado de “sovietismo” y nada de parlamentarismo. Entonces:
…[S]i la vía democrática al socialismo y el socialismo democrático significan también pluralismo político (y de partidos) e ideológico, reconocimiento del papel del sufragio universal, extensión y profundización de todas las libertades políticas, incluidas las de los adversarios, etc. no se puede emplear ya el término de rotura o de destrucción del aparato del Estado, a menos que se quiera jugar con las palabras. Se trata claramente, a través de todas sus transformaciones, de una cierta permanencia y continuidad de las instituciones de la democracia representativa: continuidad no en el sentido de una supervivencia lamentable que se soporta en tanto que no se puede hacer otra cosa, sino de una condición necesaria del socialismo democrático.
Luxemburg y el Estado combinado
La propuesta de Poulantzas se trata de una “institucionalización” del doble poder, que en la mayor parte de las revoluciones del siglo XX surgió como el momento de quiebre y crisis del Estado burgués, donde este último lucha a muerte para recomponer su dominación, apelando a la guerra civil o… a la combinación de esta con las ilusiones democráticas… ¡que es exactamente lo que pasó en la Revolución alemana en la que participó Luxemburgo! Es llamativo que en el libro de Ouviña se dedica bastante espacio a la visión de la revolucionaria polaca sobre la Revolución rusa de 1917 y sus críticas a los bolcheviques, pero muy poco a la experiencia de la revolución comenzada el 9 de noviembre de 1918 en Berlín, la experiencia decisiva de Luxemburg y la que le costaría la vida.
Es tanto más notorio siendo que Luxemburg tomó partido explícitamente contra una estrategia similar a la que propone Poulantzas y rescata Ouviña, que en la Revolución Alemana expresó centralmente Kautsky pero también… ni más ni menos que Eduard Bernstein (quien durante un tiempo estuvo doblemente afiliado tanto al USPD como al SPD).
Kautsky se negaba a que los consejos de obreros y soldados asumieran el poder exclusivo, viendo en ello justamente el “sovietismo” propio de la Revolución Rusa que combatía, una “dictadura de los consejos”, para proponer suspender «por decreto» la guerra civil y transformar la lucha de clases en una lucha parlamentaria, combinando el poder de la Asamblea Constituyente burguesa y la autoridad del gobierno oficial llamado “Consejo de Comisarios del Pueblo” detrás del cual se agrupaban las clases dominantes, aunque combinado con una articulación con los consejos, que serían despolitizados y tendrían funciones de competencia en cuestiones relacionadas con lo laboral (como estableció finalmente la Constitución republicana aprobada en Weimar), al tiempo que Kautsky prometía, mediante una comisión parlamentaria, avanzar en la “socialización” pacífica de la economía (algo que desde ya nunca se llevó a cabo).
Polemizando con Kautsky y su defensa de la “cierta permanencia y continuidad de las instituciones de la democracia representativa” (parafraseando a Poulantzas), Luxemburg planteaba:
Es necesario hacer una crítica práctica de las acciones históricas sobre las palabras mal usadas por las clases burguesas durante un siglo y medio. La «Libertad, Igualdad, Fraternidad», proclamada por la burguesía en Francia en 1789, debe hacerse realidad por primera vez al abolir el dominio de clase de la burguesía. Y como primer acto de este acto salvador, debe ser grabado en voz alta ante todo el mundo y ante los siglos de la historia del mundo: ¡Lo que antes se consideraba igualdad de derechos y democracia; Parlamento, Asamblea Nacional, igualdad de votos, era una mentira y un engaño! ¡Todo el poder en manos de las masas trabajadoras como arma revolucionaria para aplastar el capitalismo –solo eso es la verdadera igualdad, solo eso es la verdadera democracia!
Es tanto más extraño siendo que Ouviña, luego de exponer la estrategia de Estado combinado, pasa a citar un fragmento de Luxemburg donde ella combate esta política, sin que el autor del libro que reseñamos saque por ello las conclusiones de esta contradicción.
¿Revolución rusa o Revolución alemana?
Es una pregunta interesante por qué Luxemburg parece sostener dos políticas relativamente opuestas frente a la revolución, por un lado, en su folleto inédito sobre la Revolución rusa (donde, entre otras críticas, fraternas pero duras, sugiere en una nota al pie que los bolcheviques no deberían haber disuelto la Asamblea Constituyente a comienzos de 1918 sino llamar a nuevas elecciones y hacer un régimen combinado entre Constituyente y soviets), y, por el otro lado, en toda su actividad política, sus discursos y sus textos publicados durante la Revolución alemana en los dos meses y escasos días que transcurrieron hasta su asesinato.
También sería interesante analizar (lo dejaremos para otro texto) por qué la abrumadora mayoría de los intérpretes de Luxemburg han considerado como la última y decisiva palabra de la revolucionaria polaca en cuanto a estrategia revolucionaria a su texto escrito en prisión sobre la experiencia bolchevique, pero apenas tienen en cuenta su actividad en Alemania entre el 9 de noviembre de 1918 y el 15 de enero de 1919. La lectura de Ouviña tiende a reincidir en esta “kautskización” parcial de Luxemburg (producto del recorte que se hace de algunos pasajes de su folleto sobre la Revolución Rusa ignorando casi por completo sus escritos sobre la Revolución Alemana), que tiene una muy larga historia que comienza poco después de su muerte.
Una de las explicaciones de la diferencia entre ambas posturas la dio Clara Zetkin, quien sostuvo que Rosa Luxemburg tenía muy poca información sobre lo que realmente estaba pasando en Rusia y que, producto de ello, al salir de prisión desistió de publicar su folleto debido a esas dudas, sumado a que en lo subsiguiente habría cambiado de opinión. En vistas de varias investigaciones y documentos que se han publicado en las últimas décadas, esa versión de Zetkin no me parece demasiado convincente y es plausible que Luxemburg haya mantenido hasta el final la misma posición, aunque no hay una evidencia documental cien por cien concluyente ni de una ni de otra cosa.
Norman Geras ofrece una posible solución al dilema en su libro de fines de la década de 1970, El legado de Rosa Luxemburg, donde sostiene que la revolucionaria espartaquista no cambió de opinión sobre la Revolución rusa, y que la diferencia con su postura sobre la Revolución alemana se debería a que Luxemburg, que ya desde comienzos de la Revolución de febrero sostenía una perspectiva similar a las Tesis de abril de Lenin y la de Trotsky, de “todo el poder a los soviets”, no terminó de ajustar cuenta del todo con la perspectiva de la revolución democrática de los viejos bolcheviques (que Lenin sostuvo hasta antes de febrero de 1917) y, por ser Rusia un país atrasado, habría considerado que la democracia burguesa y sus instituciones todavía tenían un papel que cumplir, al contrario que en un país adelantado como Alemania, donde la democracia burguesa estaría para ella condenada y sería reacción en toda la línea.
Seguramente se seguirá escribiendo e investigando sobre la postura de Luxemburg frente a la revolución bolchevique, pero lo que es evidente, a partir sus posiciones sobre la Revolución alemana, es que allí llegó a la conclusión de que todos las fuerzas reaccionarias que antes de la revolución se oponían con ahínco a conceder demandas democráticas radicales, una vez comenzada la revolución, ante la emergencia de un nuevo poder de los trabajadores con capacidad de hegemonizar a otros sectores oprimidos y de establecer un nuevo poder obrero y popular basado en instituciones que serán mil veces más democrática que la democracia burguesa, será precisamente detrás de esta última, incluso bajo formas “radicales”, donde se irán a refugiar en forma defensiva los reaccionarios de antaño, como último baluarte de la dominación de la burguesía antes de pasar a la contraofensiva mediante la guerra civil e incluso borrar con el codo lo que escribieron con su mano izquierda… Esa es la lección de la derrota de la propia Revolución alemana de 1918-19, que como proceso continuó hasta su nueva derrota en 1923, que algunos años más tarde desembocaría en la tragedia del nazismo.
La estrategia “prefigurativa” que propone Ouviña y que le adjudica a Luxemburg se basa en una visión de los procesos políticos latinoamericanos de las últimas dos décadas como los del chavismo en Venezuela o el del MAS en Bolivia. Tomando la idea de “organización-proceso”, no en su sentido original, sino como elementos más abstractos y generales en el sentido de aportar a una concepción de la política más acorde a la lógica actual de los movimientos sociales latinoamericanos, el método parecería ser una especie de “diálogo” entre los movimientos sociales y los llamados “gobiernos populares”, donde se trataría de ir modificando el contenido de clase del Estado en forma paulatina mediante un cambio de la relación de fuerzas a favor de los sectores populares en una dialéctica de luchas desde abajo e institucionalización por arriba de conquistas obtenidas mediante esas luchas.
Esto, a decir verdad, nunca estuvo planteado en estos procesos y no ocurrió, y más bien esta dialéctica movimientos sociales-Estado “popular” llevó a la cooptación y neutralización de los primeros, luego haciéndolos retroceder, en el mejor de los casos, cuando no frecuentemente a la represión lisa y llana por Estados que en procesos que llegaron a durar entre 15 y 20 años nunca dejaron de ser capitalistas, mientras se recompusieron fuerzas políticas reaccionarias que tomaron la ofensiva y acabaron con algunas de esas experiencias (los casos más notorios, Bolivia y Brasil, o el desbarranque del chavismo actual bajo Maduro en Venezuela). Aunque Ouviña sigue apostando a esta estrategia, da cuenta del fracaso de ella y es muy crítico de esas mismas experiencias y de lo que ve como limitaciones de las fuerzas políticas y gubernamentales enroladas en el llamado “socialismo del siglo XXI”.
Conclusión
Finalizando, para una recuperación del pensamiento de Rosa Luxemburg, una figura que en Latinoamérica por particularidades históricas y culturales ha tenido menos peso (por caso, que en otros lugares como Europa) no es necesario intentar “bolchevizar” a la revolucionaria espartaquista, aunque tampoco pasarla por un tamiz “poulantziano” que la llevaría a sostener posiciones contra las que en realidad combatió, sino entenderla en sus propios términos y traducirla en su propio espíritu. No obstante esto, bienvenido el debate que nos plantea Hernán Ouviña poniendo en el tapete nuevamente a quien Franz Mehring consideraba “la mejor discípula de Marx y Engels”.